Mientras estaba ordenando la ropa que había lavado comencé a sentir las primeras gotas que caían suaves en el techo. Primero como un cariño y luego como un estruendo de lluvia torrencial del trópico, sólo que afuera la temperatura no sobrepasaba los 5 grados sobre cero. Me asusté y de inmediato subí al techo para tapar con bolsas de plástico las hendiduras por donde cada año, sagradamente, entraba el agua a nuestro humilde hogar.
Cuando estoy sólo me siento un poco desamparado, ya que casi siempre mi compañero tiene esa imaginación práctica para solucionar los problemas cotidianos de la vida. A él se le ocurre qué cocinar cuando no tenemos nada que colocar en la olla. Casi siempre me lleva a la feria y nos ponemos a recolectar frutas y verduras, que los locatarios desechan por putrefactas. Yo les saco lo malo y lo bueno lo lavo para no enfermarnos y así cocinamos los platos más exquisitos: un día pantrucas con choclo o hasta charquicán, aunque sin carne. Siempre me río con mi amado, especialmente, cuando caminamos por la playa recolectando cochayuyo y nos olvidamos que estamos en un país donde casi nadie entiende nuestro amor.
Pero bueno, mientras estaba tratando de evitar que nuestra morada se volviera a inundar se me olvidó que los panecillos estaban en la salamandra y se me quemaron un poco. Me puse triste y casi lloré. No tenía nada más para cocinar; sin embargo, cuando mi estimado llegó al hogar me dijo: no importa ven te invitaré a comer afuera. Yo pensé: ¿cómo comer afuera si no tenemos ni para una marraqueta de pan?. No obstante, ya me había acostumbrado a aquellas noches de fantasías, cuando juntos salíamos a pasear por las calles tortuosas y laberínticas del puerto. Donde veíamos las casas de los ricos y nos imaginábamos la tristeza de aquellas personas. Él siempre me dice que hay que ser feliz y que la vida tienen tan diversas riquezas que obsesionarse con una es como caer en la rueda infinita de la desazón.
Entonces nos fuimos a pasear. La lluvia no me dejaba ver mucho y mis trapos harapientos se mojaron rápidamente. No importó nada, porque en esos percances el cuerpo de mi amado también lo estaba, así que recordábamos cuando éramos niños y jugábamos en el basural de la ciudad en los días de lluvia. Al final quedábamos desnudos y nos abrazábamos para entregarnos calor. 30 años después aún repetíamos el mismo rito.
Al llegar a la playa me detuvo frente al mar. Yo intrigado le pregunté que qué hacíamos ahí parados viendo como las olas se estrellaban en el mar. Me contestó con un largo suspiro. Tomó mi mano y colocando un anillo de lata de bebidas, que él mismo había confeccionado, me pidió que me casara con él. Yo me quedé tieso y cuando pude hablar le contesté que sí quería casarme con él, pero que yo no tenía anillo para darle. Él trato de ponerme el anillo, pero no entró en mi dedo anular. Le dije que no era de mi talla y ambos reventamos en carcajadas estridentes.
Aquella noche de lluvia se me olvidó que tenía hambre. A mi lado estaba la persona que cuidaría de mí por el resto de mi vida. Al final me quedé dormido escuchando las lluvia hasta que desperté cuando el cielo estaba ardiendo en el amanecer. Me levanté en silencio para no despertar a mi “oso” que dormía soñando quizás en que fantasía. Prendí el computador me preparé una taza de té con canela y me puse a transcribir el sueño que había tenido. Y cada frase que surgía en mi mente, me hacía comprender el real significado de la unión: en la adversidad, en los momentos más difíciles de la vida, no debería existir nada que rompa el lazo que con tanto ahínco se forja. Y entendiendo, que uno no necesita nada salvo al compañero, para hacer de tu vida el logro más grande.
Cuando eran las 8 de la mañana se levantó y me preguntó que qué hacía tan temprano. Le dije que tenía que escribir, que ya le había dado comida a la “Michelle” nuestra gata y al pececito único que nada en nuestro acuario. Luego le dije que viniera a tomar desayuno y que se sentara a mi lado antes de partir al trabajo. Saqué un quequito que había horneado el día anterior y le enterré un papelito. Al verlo pensó en mis notas de niño chico, sólo que lo que pedía nunca se lo imaginó. Respondió que había dicho que sí, desde el primer día que me conoció, y aquello ha sido lo más rimbombante que me ha dicho hasta ahora. Revente en risas y él también. Rematando la oración con un: ¡no necesitamos que avalen nuestro amor, así la tarea de amar se hace más ardua, pero mucho más entretenida!. Asentí con un gran beso y con ese gesto ya estaba casado por la eternidad.