domingo, septiembre 07, 2008

Se levanta a las 5 y media de la mañana. Tan frío es el aire, que el agua que había dejado en los baldes está congelada y calienta un poco en la cocina, que le regalaron en la navidad. Se lava la cara y cepilla los dientes. Despierta a sus tres hijos y les canta “La vida es un carnaval” de la Celia Cruz con una sonrisa desdentada. Los panes amasados que había horneado el día anterior se tuestan lentamente y los unta con aceite y un poco de sal. El té se cargar y los cuatro comen contentos, como si la miseria y la pobreza fueran nada más que una utopía más bien de historias africanas. Su hija mayor se coloca su uniforme gastado y unos calcetines con orificios, por donde asoman sus dedos tímidos. Los chicos tienen el pantalón plomo que se les exige en las escuelas, pero no los zapatos negros, van con zapatillas que están un poquito mojadas. La madre se las quita y las pone en el horno para que se calienten y no sea una tortura usarlas. Por mientras los peina con espero y cariño. Siempre con la cara llena de amor. Los mima en su regazo y ellos agradecen las caricias con sendos besos sonoros que van a parar en la mejilla ajada de su madre.
Cuando están todos listos, caminan por los pasajes barrosos del campamento, todos los vecinos están listos para el trabajo y sus hijos se reúnen con sus amigos y parten a la escuela, que no es más decorosa que sus casas. Ahí comen y aprenden a leer, algunos cuando vuelven a la casa tratan de enseñar a sus padres el abecedario y los obligan a escribir sus nombres.


Y cuando ya se encuentra sola agarra una de las micros del transantiago y viaja casi una hora hasta la posta central, medio dormitando y saltando a cada lomo-de-toro que hay en las calles de Santiago. En el entretanto sueña con escobas y palas. Se ve en medio del caos de la suciedad, mucha basura que debe recoger, y no sabe por donde comenzar, pues cree que demorara tanto tiempo, que no podrá volver a casa a tiempo, para acostar a sus hijos. Un frenazo inesperado la despierta y se percata que casi va llegando a la alameda. Se baja y se mira en uno de los escaparates de los edificios del centro. Le gustaría comprarse unas medias de nylon para no tener que usar siempre pantalones, ya que extraña llevar puesta una falda, algo femenino que le reimprima esa estampa de mujer, aun cuando sus curvas se han redondeado y sus pechos han cedido al poder de la gravedad.


La posta central es siempre el mismo caos, nadie la ve llegar y las personas ensangrentadas pululan como en un circo del dolor y la pérdida. Algunas paramédicos la saludan al voleo: “hola señora Rosa” y ella responde con un cariñoso: “buenos días señorita”. En el camerino está su uniforme, un overol azul, que parece ropa de preso y sus dos aliadas eternas: la escoba y la pala. Y comienza la rutina. Primero los baños, que siempre están tan sucios, que le dan arcadas y más de alguna terminó vomitando del hedor. Sin embargo, los deja lo más reluciente posible, le pasa el trapo con cloro sobre cada azulejo que ha sobrevivido a los embiste de borrachos y drogados, y les rocía un poco de desodorante ambiental. Se va contenta, aunque sabe de antemano que durara un suspiro antes, que vuelvan a quedar como chiqueros de cerdos. Luego le toca los box de los médicos. El del doctor Fernández es el más fácil, ya que siempre llega tarde, entonces tranquilamente barre por aquí y por allá, sacude y siempre se queda detenida en las fotos que tiene en el escritorio. Allí se ven los hijos y la esposa del doctor, todos en Disney World con cara de felicidad máxima. Se imagina que algún día gana el kino y viaja con sus tres hijos a aquel castillo de la cenicienta. Suspira profundo y termina dándole un toque al título enmarcado del doctor. Se va y él aún no ha llegado. Luego viene el box de la doctora Agurto, que no saluda, no dice buenos días ni nada, es como si ella no existiera. El escritorio no lo limpia; un día lo intentó y casi la acusan de ladrona, así que desde entonces trata de barrer rápido y salir volando. Rosa intuye que la doctora Agurto está frustrada, ya que con sus casi 40 años aún no ha conseguido ese príncipe azul, que la llevara al altar. Se come la risa, y por dentro piensa que con ese carácter difícil que vaya a encontrar un hombre disponible, menos ahora que casi nadie se está casando. El último box es del doctor Díaz, el más tierno de todos, el que tiene más chispa. Siempre le hace cosquillas y le pregunta como están sus hijos, le ha regalado chocolates que trae de sus viajes a Europa. Y cuando tienen tiempo hasta la invita un café en su box a escondidas, ahí le cuenta que en su último viaje se enamoró de un holandés, que lo dejó loco. María ruega para que encuentre un hombre que lo quiera, ya que para ellas los mariconcitos sufren muchos; no obstante, sabe que si alguno de sus dos hijos le sale gay tendrá que apechugar y defenderlo a brazo partido.
Al salir del box del doctor Díaz la mañana ha finalizado y se va almorzar. En el comedor se junta con sus amigas, todas llevan comidas austeras, que comparten: la ensalada de porotos con cebolla y tomate, la cazuela de vacuno, el charquicán y la ensalada a la chilena. Ahí se ríen y después se fuman el belmont del día, para proseguir con los últimos retoques de la sala de urgencia. Ahí la Rosa ve de todo: una mujer sin ojo, por que el marido la pillo con el lacho y de pura rabia le enterró un destornillador, un motociclista que desde la frente hasta la nuca se arrancó la piel, una niñita que se quemó con agua hirviendo, unos pandilleros de la legua que se agarraron a cuchillazos y dos vienen con las tripas en la mano, un viejito con ataque al corazón, que lo dejaron sentadito hasta que estire la pata, una viejita con pie diabético, que grita que la atiendan y nadie hace caso a sus llamadas. También están los borrachos más machucados que membrillo colegial. La mayoría duerme a la intemperie, todos amontonados abrigados por los abrazos y los grados etílicos del pipeño que empinaron antes de acostarse. Un día la rosa vio como una señorita estaba sentada tiritando de la camilla. Nadie la atendía y ella lloraba sin parar, así que se le acercó y le empezó hacer cariño. Se sentía como madre, y le preguntó que le había ocurrido. La maldita prostitución, el cafiche que se enojó por que no hizo la cantidad de dinero encomendada, y así sin más un solo combó fue a parar directo en el tabique nasal. Le dijo, que si quería podría pedir trabajo para limpiar en la posta. No pagaban mucho, pero el trabajo era seguro y tenían derecho a salud por Fonasa, aunque igual había que esperar una eternidad para ser atendido. Y se puso a relatarle su osadía para tratar de que le pongan dos incisivos falsos, para dejar de ser desdentada. Y la chiquilla rompió en risa y rosa se tapaba la cara para no mostrar ese orificio sin dientes. El objetivo se había cumplido y la niña dejó de llorar, pero también volvió a las calles.
A Rosa le gustaba hablar con las personas que no estaban siendo atendidas. No sabía a cuantas manos ya había agarrado antes de que partieran al más allá. Las miraba con ternura, le hablaba al oído y siempre se tranquilizaban. Nadie sabía que les decía y era todo un misterio, ya que siempre se iban con una sonrisa, felices de que el último segundo de existencia terrenal, esta señora les contara el secreto más bello de todos. A tanto había llegado su fama, que muchos la mandaban a llamar. Y partían a atender a otro, así que ninguno se quedaba a ver como rosa los despedía de esta vida. Era como el Pedro, pero en la tierra.


A las 6 de la tarde terminaba su día laboral y partía corriendo agarrar la micro y otra hora más hasta el campamento. Lo del transantiago le gustaba por un lado, ya que muchas veces los micreros la llevaron gratis, al ir tan llena la micro y así ahorraba y podía comprar algo para el pan: mortadela lisa, un paté y cuando las cosas estaban mejores un dulce de membrillo o un pote de manjar.


Aquel viaje de vuelta no fue como cualquiera. Un taco de proporciones la había atrasado. Un choque múltiple tenía parado el tráfico y no pudo llegar a la hora a su casa. Y para mayor desgracia se puso a llover más. Las callejuelas de su toma eran un barrial espeso, que hacía difícil la caminata. Cuando al fin se acercaba a su morada, miró por las ventanas de plástico y observó como su hija le tenía preparada la mesa, con las tasas y el pan amasado añejo tostado. Tocó la puerta y sus tres hijos salieron felices a recibir a su madre, la abrazaron y ese calor de niño la colmó de felicidad. En suma y resta era feliz y sabía que sus retoños, algún día serían mejores que ella, que no vivirían en una toma y que sus nietos irían a la universidad, hasta soñaba que cuando tuviera cincuenta años, podría ir a estudiar, terminar la básica y quien sabe hasta la enseñanza media.


Al día siguiente el cielo estaba lleno de estrellas. Las nubes cargadas de lluvia habían logrado traspasar esa barrera de montañas, dejando a su paso un manto blanco que cubría los andes desde el borde de la ciudad hasta la cúspide de las cumbres. La rutina fue la misma, con la diferencia que quiso regalonear más a su hijos, las cosquillas y besos se mezclaron con las risas y los cuatros salieron en pos de sus labores diarias, los niños a estudiar y ella a trabajar.
En la micro no pudo dormir. El aire diáfano la mantuvo despierta y pudo contemplar como el astro rey se elevaba por detrás de los andes, deslumbrando a la ciudad con esa luz maravillosa. Las montañas eran tan imponentes, que imaginó que se veían abajo y aplastaban la ciudad. Todos los pasajero estaban hipnotizados con ese blanco puro que se les mostraba imponente como reclamando limpieza en una ciudad, que había sucumbido a la contaminación.


En el trabajo todo fue igual, salvo que la llamaron más de 7 veces para agarrar las manos y contar el secreto a los agónicos. A la salida el aire gélido calaba hasta el tuétano de los huesos y el pavimento resbaladizo auguraba la peor helada del aquel invierno. De nuevo pensó en las medias de naylon que deseaba comprarse. Frente a ella una mujer de 30 años, de figura espigada llevaba un par de medias tan bellas, que Rosa pensó que cualquier mujer, por muy fea que fuese, usando esas medias se sentiría como la diosa más divina de la tierra.


La 407 frenó de sopetón. El auto rojo había parado de improviso, ya que uno de los curaditos que viven frente a la posta le dio por cruzar sin premeditación. La micro por no chocar se desvió y como el hielo ya había invadido el asfalto el la distancia de frenado fue más larga de lo normal. Tan larga que la Rosa quedó entre las dos ruedas traseras, con el cuerpo casi partido por la mitad. La gente gritaba, y Rosa anestesiada por el impacto sólo atinó, a pensar que nuevamente llegaría tarde a la casa. La sacaron 15 minutos después. Los bomberos levantaron la micro y Rosa ya estaba pálida de tanta sangre que había perdido. Su cara estaba machucada e irreconocible. Los paramédicos se miraron, como concluyendo, que no había vuelta para esta mujer. La pusieron en la mesa y la metieron en la posta. Esa posta que ella todos los días barría y limpiaba con esmero. La doctora Agurto le preguntó al paramédico, por el nombre de la mujer. Nadie sabía y entonces sobre la hoja de análisis se escribió: NN. Los paramédicos informaron que la señora tenía hemorragia interna severa, rotura del bazo, hígado y perforación a nivel lumbar. La señora no tenía reflejo de retirada, ni dolor superficial, ni función motora, ni dolor profunda en el tren inferior. Posibilidades de sobrevivencia 5%. Así que la doctora Agurto ni la examinó y se fue a ver a otros pacientes, aquellos que tenían más chance de sobrevivir. Rosa consiente (aunque con los ojos cerrados) aún pensó: tonta gueona, que no quieres ayudarme, para volver a la casa. Rosa trato de levantarse, pero ninguna parte de su cuerpo respondía a sus impulsos mentales. Recién en ese momento se percató de que iba morir. Su corazón dio un vuelco y recordó los rostros de sus tres hijos. ¿Qué harían ellos sin ella?. ¿Cómo sobrevivirían? ¿Los separarían y los mandarían a orfanatos?. Tantas preguntas y el tiempo que se iba sin parar. Escuchó como su corazón latía más y más leve, la respiración imperceptible y sus neuronas vívidas que se rehusaban a dormir. El bombeo cesó y su corazón detenido le dio el aviso. No así su mente que aún escuchaba los pasos, veía los rostros y meditaba en ese ajetreo eterno de la vida y la muerte. Reclamó pensando, que nadie se había acercado a contarle el secreto, ya que el que ella contaba no podía ser el mismo que le relataran a ella. Estaba furiosa y cuando ya podía mirarse a si misma en la cama, el doctor Díaz pasaba sonriendo por los pasillos. Alguna buena noticia había recibido y aunque estaba rodeado de dolor, sangre y muerte, él iba por los pasillos sobre una nube de dicha. Y sin querer de reojo miró la camilla donde estaba Rosa y esa mano ajeada, que tenía las uñas coquetamente pintadas de rojo furia le fueron familiares. Era Rosa y de un salto se fue a donde ella, gritó que le trajeran un resucitador, le rompió la blusa vieja con encaje, que llevaba Rosa manchada de sangre ya seca y coagulada. La doctora Agurto le dijo en tono despectivo, de que estaba muerta. Y Doctor Díaz furioso le espetó casi abofeteándola con sus palabras: es la persona que limpia tu maldito box todas las mañanas, como no te das cuenta tonta gueona, deja de ser tan ególatra y ten un poco de sentido común, al parecer fuiste a la universidad para aprender a ser amargada. ¿Dónde esta tu vocación, mujer, cómo puedes ser tan descriteriada?. Y aunque ya la rosa estaba al lado del doctor, en espíritu y alma, “muerta” de la risa, por la forma en que había regañado a la doctora Agurto, éste igual aplicó la técnica de resucitación una y otra vez, hasta que la frente se le perló de gotas de sudor y un enfermero lo agarro para consolarlo. El doctor Díaz no dejaba de llorar, de gritarles a todos, que cómo no habían reconocido a una compañera de trabajo, que qué clase de profesionales eran, que todos eran una manga de ineptos, insensibles e irresponsables. Rosa se puso medio triste y quería abrazarlo, al menos alguien en su trabajo sabía que existía y aquello le generaba un sentimiento de ternura y tristeza. Entonces el Doctor Díaz se acercó a ella, le tomó su mano pálida de muerta y acercó sus labios hasta el oído de rosa y le confesó el secreto casi con un murmullo de voz, que nadie entendió que hablaba, igual como Rosa solía hacerlo: Rosita, yo cuidaré de tus hijos. Entonces rosa supo que aquel era el mejor secreto que le pudieron haber dicho antes de partir quien sabe donde. Y se fue, dejo que su espíritu flotara sin paradero definido…

Epílogo.


El Doctor Díaz consolidó su relación con Mark Groeneveld y se casarón en Holanda y en Chile. En el año 2010 ambos recibieron la tuición de los tres hijos de Rosa y viven felices en una casita en Talagante. La Rosa chica está en primero de Medicina en la Universidad de Concepción y los chicos van en segundo y tercero medio. En la casa hay dos gatas la Michelle y la Morena y un perro llamado Pomelo. Y todos los fines de semana van al cementerio general, donde está Rosa.


En la posta hay un mural que dice: si ves alguien agonizando y conoces el secreto que necesita escuchar, ve dile aquel enigma. No olvides que todos antes de partir necesitamos saber que todo seguirá bien.

FIN
 
posted by Vicente Moran at 8:37 p. m. 1 comments