El anterior relato lo dejamos cuando estuve al borde de la muerte. Gracias a los acontecimientos imprevisibles de las vida, aún no era mi hora, y sólo fue un aviso de un destino improvisado.
Luego de maravillarme con los astros y volver al camino al lado de mi madre un sueño infernal invadió mis sentidos y apoyando la cabeza en la ventana me quedé dormido meciéndome con los saltos violentos de bus. Realmente no recuerdo la llegada. Estaba entre el mundo de lo onírico y el mundo real. Y sólo me quedó gravado el ruido suave de un río que corría al frente de mi nueva casa. Mi madre me tapó con una frazada, no obstante, una frisa fresca se colaba por los agujeros que mi manta tenía y me daban cosquillas.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano casi a las 7 de la mañana y me asuste al percatarme que mi mamá no estaba en ninguna parte. Entonces abrí la puerta de la nueva casa y justo al lado de ella había un gran damasco. Estaba lleno de frutas y mi madre estaba cosechándolas para el desayuno. Al asomarme aún más afuera pude contemplar el lugar donde viviría por un buen tiempo. Mi casa estaba a dos metros de un pequeño río, el cual tenía sobre la superficie una alfombra de pasto acuático llena de flores blancas, amarillas y rosadas. Más allá pastaban ovejas, alpacas, llamas y burros salvajes. Y luego una pared vertical de casi 100 metros de alto se levantaba imponente con miles de agujeros donde los “Periquitos andinos” (Bolborhynchus aurifrons margaritae) vivían. Por costado el acantilado se abría y desde los alto bajaban cientos de terrazas todas cultivadas, algunas de ellas con gladiolos, otras con suspiros blancos, otras con rosales y también con conejitos de muchos colores. Más arriba se divisaban plantaciones de tunas, damascos, peras de pascuas, manzanas y membrillos. Entre medio existían pequeñas casas de piedras con techo de paja y corrales donde se guardaban los animales (en otras palabras estaba en el país de Heidi, pero en Latinoamérica).
Para mí, un crío acostumbrado a los monos animados y a los autos, fue como llegar a otro planeta. En el ambiente habían ruidos, mas éstos eran muy distintos: en vez de bocinas escuchaba aves cantando, a cambio de televisores estaba el ruido de los truenos que anunciaban copiosas lluvias estivales.
Día a día fui descubriendo cada rincón de este nuevo mundo y tiempo me sobraba. Acá no llegaba nada sobre el mundo actual. Todo estaba como estático. No llegaba ningún canal de televisión, sólo había una radio AM que siempre relataba partidos de fútbol (y como yo era gay de chico eso no me agradaba). Los diarios no llegaban jamás y lo único que nos mantenía conectado de cierta forma con el resto de la civilización eran los turistas que llegaban a conocer el pueblo a eso de las 9 de la mañana.
Mi madre mujer emprendedora se percató que los turistas llegaban muertos de hambre, así que les ofrecía desayuno o almuerzo dependiendo del horario. Y yo me entretenía mostrándole todos los recovecos del valle. Primero los llevaba al pueblo viejo, donde ya casi nadie vive. Éste se enclava sobre un gran peñasco, que cayó de una de las laderas de la quebrada mayor. Ahí les contaba sobe el “Baile de los Cuartos” y también de la procesión de la “Virgen de la Candelaria” que se celebra a fine de febrero. Luego los paseaba por las terrazas de cultivo y les describía cada ave que pasaba a nuestra vista. Mi favorito era el picaflor de la puna (Oreotrochilus estella). Les decía a los turistas que nos sentáramos en medio de las flores y que se quedaran quietos por unos 5 minutos. Para la mayoría era una tarea titánica estar en silencio apenas 5 minutos (para mi novio sería bien fácil), sin embargo, para aquellos que lo lograban veían frente a sus narices un picaflor en vuelo estático tomando néctar de las flores y si tenías suerte hasta se posaban en tus hombros y ahí sentías como un vacío en el estómago, ya que es difícil entender cómo algo tan pequeño y bello está vivo.
Lo ecológico lo tuve desde chico y siempre andaba preocupado de no dejar sucio. Un día me tocaron unos Israelitas que se reían de todas nuestras costumbres y eran muy cochinos. Nunca he sido xenófobo, aunque en ese momento me dieron ganas de echarlos del pueblo a patadas y que jamás volvieran por irrespetuosos. Yo como era chico no dije nada, pero mi mamá los subió y los bajó a groserías por la mala educación para con nuestras tradiciones locales, ya que los muy patudos se metieron al cementerio de los abuelos.
Al principio debo reconocer, que no fue fácil. Acostumbrarse a estar lejos es difícil y a veces lloraba sólo arriba en la quebrada, donde podía ver a los volcanes gemelos. Ambos siempre tienen nieve y las luz que reflejan en la tarde es sobrecogedora, así que cuando me sentía inútil o no sabía que haría con mi vida partía allá arriba. En aquel lugar no había nadie y podía gritar hasta reventar de rabia y ninguna persona jamás se percataría que alguien como yo estaba desahogando su ira, sus penas o la impotencia de no saber quien ser – creo que aún no lo sé – Luego bajaba con los ojos hinchados y aunque trataba de esconder la cara, mi madre igual se percataba; olía cuando algo andaba mal. Me paraba en el pasillo y me interrogaba sobre todo. Yo le decía que sólo tenía ganas de llorar y que no sabía cual era la razón. Entonces me aconsejaba que tenía que aprender a controlar mis emociones, que no podía seguir así tan “déficit atencional” y que por ende debía aprender a pillar Golondrinas (Tachycineta meyeni). Al principio lo encontré tan emocionante. Ahí estábamos mi mamá y yo con un gran balde de agua y dos jarros al borde de una pared esperando a las golondrinas. Y éstas pasaban raudas como una flecha y yo les lanzaba el chorro del agua que siempre llegaba tarde y jamás las mojaba. Al menos alcanzaba a verlas bien y maravillarme con su dorso tornasolado. Y vuelta de nuevo a intentar. Ahí estábamos los dos tratando de mojar a una de ellas, para tocarla y verla de cerca. Mi madre sabía que nunca atraparíamos una, aún así lo hacía para que yo empezara a domar mi temperamento. Te enojas cuando estás toda una tarde tratado y tratando de empapar a unas golondrinas que son como cohetes naturales. Años después cuando era un ornitólogo por pasión aprendí que estas bellas criaturas hacen todo volando, desde comer, copular, dormir y cagar. Lo único que no hacen en el aire por supuesto es anidar. Sus patitas son tan frágiles que no sirven para caminar. Así que años después me pregunté: ¿en alguna parte deben estar las casas de las golondrinas?. Así que ya siendo adolescente me encaminé por la quebrada río abajo. Caminé y caminé como 7 horas hasta que llegué a una parte donde la quebrada se estrechaba de manera irreal, y ahí ante mis ojos estaban los nidos de las golondrinas colgando del acantilado. Miles de ella volando y planeando sobre mi cabeza. Debajo al costado del río había una gran piedra en forma de plato y sobre ella unos hermosos petroglifos. Debe de haber tenido cientos sino miles de años aquellos dibujos. Habían llamas, humanos, figuras como marcianos y por supuestos muchas golondrinas. Al parecer mi descubrimiento sobre el lugar donde anidaban las golondrinas no era nada nuevo, ya mucho antes mis antepasados habían arribado a este lugar.
Volviendo a mis 10 años y cuando estaba tardes enteras tratando de pillar golondrinas aprendí a ser paciente. Aunque no dejé de tener la ilusión de pillar aves – algo que hoy en día jamás haría – así que con mis amigos nos hicimos jaulas para atrapar diferentes aves. La primera ave en conseguir era la más difícil y por lo general dejábamos nuestra jaula toda la noche. Al otro día por lo general encontrábamos un Jilguero negros de alas amarillas (Carduelis atrata) cantando y atrayendo a sus compañeros. Otras veces el que caía en la trampa era un Cometocino de Gay (Phrygilus gayi gayi) con su pecho rojizo y su cabeza negra. Jamás pude atrapar dormilonas (Muscisaxicola cinerea), pero sí periquitos usando trocitos de peras de pascuas que eran muy apetecidas por ellos. Mi madre nunca me dejó tener aves en jaulas y apenas llegaba a la casa si me las veía las tenía que soltar. Así que las escondía y después las vendía (sí, fui traficante de animales exóticos y estoy arrepentido). Mi mamá siempre me decía que para qué quería animales si afuera habían tantos y era verdad, pero todos eran salvajes y yo quería una mascota.
Una vez cuando estaba sentado afuera de mi puerta oí un leve chasquido que provino de debajo del basurero. Lo levanté y ahí estaba una mamá ratón de campo con sus hijos peladitos. Me miró con cara de pena así que no quise hacerle nada. En las mañanas antes de ir a la escuela, me guardaba las migas de pan amasado que mi mamá me daba y yo alimentaba a mi ratona. Estaba tan feliz por primera vez tenía una mascota y aquello me hacía importante. En las tardes yo la llamaba por su nombre: Lucrecia y ella al principio tímida salía para comer su ración de alimento, ahora eso sí, con todos sus hijos. Y no me tenían miedo, porque hasta se me montaban en la palma de mi mano. Un día mi madre me pilló y yo pensé que aniquilaría a todos mis amigos ratones. No obstante, le gustaron y me dijo que tenía que deshacerme de los hijos y dejar a la Lucrecia no más. Así que tomé a todos los demás y me fui al cerro a soltarlos. Fue una despedida conmovedora, ya que sabía que entendían que debían irse. Quizás muchos ahora pensarán que soy un loco al creer que estos pequeños animales saben lo que hacen, pero también pensaron eso de muchos otros como Svante August Arrhenius, que sugirió en 1903 que la vida se transportaba por medio de una rayo luminoso de un planeta a otro y que aquellos pequeños esporos eran los responsables de la vida en la tierra. Bueno aunque toda su teoría desde el punto de vista electromagnético es posible, quien podía hace 100 años imaginarse a una bacteria realizando viajes intergalácticos. Loco pero posible.
Después de despedir a mis amiguitos llegué a la casa triste y desolado. Mi madre me había cocinado panqueques con manjar y mermelada. Al instante mi semblante cambió y comí con alevosía, le dejé un poco a la Lucrecia y me fui a la cama sin saber lo que me esperaba a la mañana siguiente...
Luego de maravillarme con los astros y volver al camino al lado de mi madre un sueño infernal invadió mis sentidos y apoyando la cabeza en la ventana me quedé dormido meciéndome con los saltos violentos de bus. Realmente no recuerdo la llegada. Estaba entre el mundo de lo onírico y el mundo real. Y sólo me quedó gravado el ruido suave de un río que corría al frente de mi nueva casa. Mi madre me tapó con una frazada, no obstante, una frisa fresca se colaba por los agujeros que mi manta tenía y me daban cosquillas.
A la mañana siguiente me desperté muy temprano casi a las 7 de la mañana y me asuste al percatarme que mi mamá no estaba en ninguna parte. Entonces abrí la puerta de la nueva casa y justo al lado de ella había un gran damasco. Estaba lleno de frutas y mi madre estaba cosechándolas para el desayuno. Al asomarme aún más afuera pude contemplar el lugar donde viviría por un buen tiempo. Mi casa estaba a dos metros de un pequeño río, el cual tenía sobre la superficie una alfombra de pasto acuático llena de flores blancas, amarillas y rosadas. Más allá pastaban ovejas, alpacas, llamas y burros salvajes. Y luego una pared vertical de casi 100 metros de alto se levantaba imponente con miles de agujeros donde los “Periquitos andinos” (Bolborhynchus aurifrons margaritae) vivían. Por costado el acantilado se abría y desde los alto bajaban cientos de terrazas todas cultivadas, algunas de ellas con gladiolos, otras con suspiros blancos, otras con rosales y también con conejitos de muchos colores. Más arriba se divisaban plantaciones de tunas, damascos, peras de pascuas, manzanas y membrillos. Entre medio existían pequeñas casas de piedras con techo de paja y corrales donde se guardaban los animales (en otras palabras estaba en el país de Heidi, pero en Latinoamérica).
Para mí, un crío acostumbrado a los monos animados y a los autos, fue como llegar a otro planeta. En el ambiente habían ruidos, mas éstos eran muy distintos: en vez de bocinas escuchaba aves cantando, a cambio de televisores estaba el ruido de los truenos que anunciaban copiosas lluvias estivales.
Día a día fui descubriendo cada rincón de este nuevo mundo y tiempo me sobraba. Acá no llegaba nada sobre el mundo actual. Todo estaba como estático. No llegaba ningún canal de televisión, sólo había una radio AM que siempre relataba partidos de fútbol (y como yo era gay de chico eso no me agradaba). Los diarios no llegaban jamás y lo único que nos mantenía conectado de cierta forma con el resto de la civilización eran los turistas que llegaban a conocer el pueblo a eso de las 9 de la mañana.
Mi madre mujer emprendedora se percató que los turistas llegaban muertos de hambre, así que les ofrecía desayuno o almuerzo dependiendo del horario. Y yo me entretenía mostrándole todos los recovecos del valle. Primero los llevaba al pueblo viejo, donde ya casi nadie vive. Éste se enclava sobre un gran peñasco, que cayó de una de las laderas de la quebrada mayor. Ahí les contaba sobe el “Baile de los Cuartos” y también de la procesión de la “Virgen de la Candelaria” que se celebra a fine de febrero. Luego los paseaba por las terrazas de cultivo y les describía cada ave que pasaba a nuestra vista. Mi favorito era el picaflor de la puna (Oreotrochilus estella). Les decía a los turistas que nos sentáramos en medio de las flores y que se quedaran quietos por unos 5 minutos. Para la mayoría era una tarea titánica estar en silencio apenas 5 minutos (para mi novio sería bien fácil), sin embargo, para aquellos que lo lograban veían frente a sus narices un picaflor en vuelo estático tomando néctar de las flores y si tenías suerte hasta se posaban en tus hombros y ahí sentías como un vacío en el estómago, ya que es difícil entender cómo algo tan pequeño y bello está vivo.
Lo ecológico lo tuve desde chico y siempre andaba preocupado de no dejar sucio. Un día me tocaron unos Israelitas que se reían de todas nuestras costumbres y eran muy cochinos. Nunca he sido xenófobo, aunque en ese momento me dieron ganas de echarlos del pueblo a patadas y que jamás volvieran por irrespetuosos. Yo como era chico no dije nada, pero mi mamá los subió y los bajó a groserías por la mala educación para con nuestras tradiciones locales, ya que los muy patudos se metieron al cementerio de los abuelos.
Al principio debo reconocer, que no fue fácil. Acostumbrarse a estar lejos es difícil y a veces lloraba sólo arriba en la quebrada, donde podía ver a los volcanes gemelos. Ambos siempre tienen nieve y las luz que reflejan en la tarde es sobrecogedora, así que cuando me sentía inútil o no sabía que haría con mi vida partía allá arriba. En aquel lugar no había nadie y podía gritar hasta reventar de rabia y ninguna persona jamás se percataría que alguien como yo estaba desahogando su ira, sus penas o la impotencia de no saber quien ser – creo que aún no lo sé – Luego bajaba con los ojos hinchados y aunque trataba de esconder la cara, mi madre igual se percataba; olía cuando algo andaba mal. Me paraba en el pasillo y me interrogaba sobre todo. Yo le decía que sólo tenía ganas de llorar y que no sabía cual era la razón. Entonces me aconsejaba que tenía que aprender a controlar mis emociones, que no podía seguir así tan “déficit atencional” y que por ende debía aprender a pillar Golondrinas (Tachycineta meyeni). Al principio lo encontré tan emocionante. Ahí estábamos mi mamá y yo con un gran balde de agua y dos jarros al borde de una pared esperando a las golondrinas. Y éstas pasaban raudas como una flecha y yo les lanzaba el chorro del agua que siempre llegaba tarde y jamás las mojaba. Al menos alcanzaba a verlas bien y maravillarme con su dorso tornasolado. Y vuelta de nuevo a intentar. Ahí estábamos los dos tratando de mojar a una de ellas, para tocarla y verla de cerca. Mi madre sabía que nunca atraparíamos una, aún así lo hacía para que yo empezara a domar mi temperamento. Te enojas cuando estás toda una tarde tratado y tratando de empapar a unas golondrinas que son como cohetes naturales. Años después cuando era un ornitólogo por pasión aprendí que estas bellas criaturas hacen todo volando, desde comer, copular, dormir y cagar. Lo único que no hacen en el aire por supuesto es anidar. Sus patitas son tan frágiles que no sirven para caminar. Así que años después me pregunté: ¿en alguna parte deben estar las casas de las golondrinas?. Así que ya siendo adolescente me encaminé por la quebrada río abajo. Caminé y caminé como 7 horas hasta que llegué a una parte donde la quebrada se estrechaba de manera irreal, y ahí ante mis ojos estaban los nidos de las golondrinas colgando del acantilado. Miles de ella volando y planeando sobre mi cabeza. Debajo al costado del río había una gran piedra en forma de plato y sobre ella unos hermosos petroglifos. Debe de haber tenido cientos sino miles de años aquellos dibujos. Habían llamas, humanos, figuras como marcianos y por supuestos muchas golondrinas. Al parecer mi descubrimiento sobre el lugar donde anidaban las golondrinas no era nada nuevo, ya mucho antes mis antepasados habían arribado a este lugar.
Volviendo a mis 10 años y cuando estaba tardes enteras tratando de pillar golondrinas aprendí a ser paciente. Aunque no dejé de tener la ilusión de pillar aves – algo que hoy en día jamás haría – así que con mis amigos nos hicimos jaulas para atrapar diferentes aves. La primera ave en conseguir era la más difícil y por lo general dejábamos nuestra jaula toda la noche. Al otro día por lo general encontrábamos un Jilguero negros de alas amarillas (Carduelis atrata) cantando y atrayendo a sus compañeros. Otras veces el que caía en la trampa era un Cometocino de Gay (Phrygilus gayi gayi) con su pecho rojizo y su cabeza negra. Jamás pude atrapar dormilonas (Muscisaxicola cinerea), pero sí periquitos usando trocitos de peras de pascuas que eran muy apetecidas por ellos. Mi madre nunca me dejó tener aves en jaulas y apenas llegaba a la casa si me las veía las tenía que soltar. Así que las escondía y después las vendía (sí, fui traficante de animales exóticos y estoy arrepentido). Mi mamá siempre me decía que para qué quería animales si afuera habían tantos y era verdad, pero todos eran salvajes y yo quería una mascota.
Una vez cuando estaba sentado afuera de mi puerta oí un leve chasquido que provino de debajo del basurero. Lo levanté y ahí estaba una mamá ratón de campo con sus hijos peladitos. Me miró con cara de pena así que no quise hacerle nada. En las mañanas antes de ir a la escuela, me guardaba las migas de pan amasado que mi mamá me daba y yo alimentaba a mi ratona. Estaba tan feliz por primera vez tenía una mascota y aquello me hacía importante. En las tardes yo la llamaba por su nombre: Lucrecia y ella al principio tímida salía para comer su ración de alimento, ahora eso sí, con todos sus hijos. Y no me tenían miedo, porque hasta se me montaban en la palma de mi mano. Un día mi madre me pilló y yo pensé que aniquilaría a todos mis amigos ratones. No obstante, le gustaron y me dijo que tenía que deshacerme de los hijos y dejar a la Lucrecia no más. Así que tomé a todos los demás y me fui al cerro a soltarlos. Fue una despedida conmovedora, ya que sabía que entendían que debían irse. Quizás muchos ahora pensarán que soy un loco al creer que estos pequeños animales saben lo que hacen, pero también pensaron eso de muchos otros como Svante August Arrhenius, que sugirió en 1903 que la vida se transportaba por medio de una rayo luminoso de un planeta a otro y que aquellos pequeños esporos eran los responsables de la vida en la tierra. Bueno aunque toda su teoría desde el punto de vista electromagnético es posible, quien podía hace 100 años imaginarse a una bacteria realizando viajes intergalácticos. Loco pero posible.
Después de despedir a mis amiguitos llegué a la casa triste y desolado. Mi madre me había cocinado panqueques con manjar y mermelada. Al instante mi semblante cambió y comí con alevosía, le dejé un poco a la Lucrecia y me fui a la cama sin saber lo que me esperaba a la mañana siguiente...