Fue en aquellos veranos antofagastinos, cuando en el parque japonés mi primo, mayor por 4 años, me invitó a jugar a los conejitos. Yo en ese entonces con 8 años de edad idolatraba a mi primo. Éste tenía un labio levemente levantado, era el izquierdo, y aquello me erotizaba al límite. Me gustaba y él lo sabía. El juego del conejito, era bien simple. Él era el conejo y yo la coneja. Tenía que bajarme los pantalones y él con su pichulita en miniatura me copulaba simbólicamente. Luego nos reíamos y salíamos a tirarnos por el pasto donde rodábamos juntos. Luego era en la playa, bajo un sol incandescente jugábamos a los pececitos, la lógica era la misma; no obstante, la situación era más caliente, ya que nos bajábamos los traje de baños y quedábamos piluchos sobajeándonos.
Recuerdo una vez que estábamos durmiendo en la casa de mi abuela y le dije maliciosamente, que por qué no jugábamos a los maridos. Por supuesto, yo era la señora, así que me cambiaba de cama y dormíamos abrazados como dos tórtolos. Nunca fui violado ni nada, a mi me gustaba la cosa, y creo que a temprana edad ya había perdido algo de mi virginidad, por lo menos la mental. Años después me encontré con mi primo. Ahora era un brillante padre de familia, robusto y buen mozo. Yo por otra parte era el gay de la familia. Nos miramos y me dijo: te voy a dejar a la casa. Yo le dije bueno, y mientras íbamos en el camino sentía que aún habían ganas de jugar. Yo fui el que se opuso. Sentía que ya no podía jugar a los conejitos. Menos con mi primo, su mujer casada no me lo perdonaría. Así que le di un besito antes de bajar y lo dejé con el aura encendida, con la imaginación hirviendo y la pija paradita…
Luego de aquel amor de niños, a los 12 años ocurrió mi segunda pérdida de virginidad. Fue en aquella fecha cuando un aluvión casi enterró por completo Antofagasta. Mi madre, mujer bondadosa y caritativa, se ofreció para recibir a un niño de escasos recursos para que viviera en nuestra casa por un tiempo. Cuando en el colegio llegaron los niños, el que le tocó a mi mamá tenía 14 años, era alto y se parecía a Chayanne. A mí las hormonas se me revolucionaron. El Cristian era mi nuevo ídolo y lo único que quería era estar abrazadito por él. Él se maravilló con mi familia y yo siempre lo miraba. Me impresionaban sus historias de supervivencia y sabía que debajo de esa ropa andrajosa se escondía un cuerpo de adonis de los mil demonios. A mi madre se le ocurrió la genial idea de que durmiera conmigo, ya que no teníamos más camas - yo me dije: el Cristian soñará a mi lado- y era la única solución. Cuando era de noche no podía pegar un ojo. Sentía ese cuerpo de hombre con pendejos y el pene grande a mi lado y mis fantasías se echaban a volar. Yo aún no me desarrollaba, pero si me pajeaba hace rato. En las mañanas el me abrazaba y yo me quedaba tranquilito, mientras sentía como un monstruo, que se situaba cerca de mi ano, crecía y crecía.
Así pasó un año completo. Ya se había arreglado todo en Antofagasta, él volvió a su casa y nos prometió que volvería en las vacaciones de invierno – yo rogaba para que viniera abrigarme en las frías noches del desierto – y así fue como en Julio nos vino a visitar.
Yo ya estaba más grandecito y más atrevido. Una noche le dije: Cristian porque no nos pajeamos. Y me respondió dejándome sorprendido: mejor tú mastúrbame y yo te lo haré a ti. Y desde entonces nos revolcábamos entre jadeos y sudores. Desnudos, yo siempre arriba de él y teniendo esa media cosa entre mis piernas, ya que jamás me penetró. Siempre pensaba que debía llegar virgen y pura a mi primera vez. Cuando realmente me tocó la primera vez fue algo sin igual. Lo dejaré para contarlo en el próximo capítulo de mi virginidad…