Al llegar a su casa percibí un olor extraño. Quizás era carne quemada o ese olor a animal tan característico que hay en los establos. En la entrada nos esperaba Doña Juanita delgada como un esqueleto y sin ningún diente en las encías. Me asustó su semblante, más aún en aquella noche tan extraña y misteriosa.
Don Juan me tomó de las manos y pasamos a través de su pequeña casa, la cual sólo consistía en dos habitaciones: una era la cocina y la siguiente el dormitorio matrimonial. En el patio había un cobertizo y dentro de él estaba el cordero con cara lastimosa y presintiendo la muerte. Don Juan con una fuerza sobrehumana tomó el animal de 50 Kg y lo puso sobre una mesa. Agarró su cabeza fuertemente hacia atrás y me pidió que la mantuviera en esa posición. Yo asustado accedí sudando y temblando de pavor. En ese instante una mano esquelética, curtida y morena se asomó con un inmenso cuchillo. Era la mano de doña juanita, que con movimientos lentos y recitando unas palabras en su lengua enterró el filo brilloso en el cuello latiente del animal. La sangre, de un rojo oscuro, brotó como un arroyo. Yo atisbaba de reojo lo ojos del animal y en ellos no encontré ningún sentimiento, no había dolor, ni siquiera estaba reclamando, ni tampoco pataleaba para arrancar. Ese cordero estaba tranquilo y pienso que quizás aquella oración tántrica que Doña Juanita recitaba lo tranquilizaba. Mientras un plato de greda ubicado en la tierra recibía aquel tejido líquido del animal.
Una vez que el animal expiró, lo destripamos. Un corte bajo las esternebras y sacamos como una tapa con media costilla la parte ventral del tórax. Luego retiramos los pulmones y el corazón que aún latían levemente. Luego con un corte limpio en el abdomen sacamos las víceras y sólo dejamos los riñones pegados a las vértebras lumbares. Ahí quedó el animal exangüe con los ojos abiertos y yo tieso mirándolo pensando que así un día quedaría yo también. Sin embargo, la mano de Don Juan nuevamente agarró la mía y no pude seguir pensando. De súbito me llevó al campo de atrás, donde había una plantación de Gladiolos y bajo un peral de pascua y comenzó a cantar. Doña Juanita con una rama de espino me pegó en el poto y me instó a bailar. A la sangre le colocaron hojas de Coca y humo de un cigarro, que ambos fumaban. Bailé tres horas seguidas estaba cansadísimo y ellos seguían como si no hubiese nada mejor que hacer en la vida. Aunque en un momento determinado caí en un trance profundo. Y bailaba por inercia, hasta creo que cantaba la canción sin saber lo que decía. Daba saltos en círculos y cuando caí rendido estaba manchado en sangre. Al parecer había tomado un poco de esa sangre y el resto había sido esparcida en la tierra adorar a la Pachamama.
Con Don Juan bajamos al río a lavarnos y yo estaba en shock. No podía pensar ni hablar. Al subir me prestaba a ir a mi casa y descansar, mas no era el final de toda esta experiencia. Don Juan me paró en secó tomándome del brazo; sin embargo, no nos fuimos para su casa, sino hasta la última de las terrazas y allá arriba nos sentamos. Eran las 2 de la tarde y yo no había comido nada. Mi estómago pedía a gritos comida y Don Juan se percató de mi decaimiento y no dijo nada. Al rato sacó de su bolsillo una pequeña tabla plana de madera, que en un extremo presentaba figuras antropomorfas decoradas con piedras de jade o lapislázuli, realmente nunca lo sabré. Luego del otro bolsillo apareció una pequeña piedra de color negro la cual raspó con una roca de cobre y de ella un polvo blanco apareció. Pacientemente el polvo se fue acumulando en la tabla y una vez que hubo suficiente me miró. Me dijo algo en Kunza, que nunca comprendí y con un hueso de animal decorado con signos ininteligibles sopló el polvo directo en mi cara, tan cerca que aspiré gran parte de él. Al principio comencé a toser y me enojé. Me paré encolerizado y cuando iba bajando el mundo cambió.
Don Juan me abrazó y su rostro era otro. Estaba joven y vestido con ponchos de lana de Vicuña bellamente decorado con figuras geométricas perfectas. Era un hombre bello, de piel canela y ojos negros como las aceitunas. Su pelo liso caía sobre sus hombros y tenía unas hermosas piernas lampiñas que asomaban por un corto faldón que usaba. Sonriendo me dijo que teníamos que bailar más, que aún no habíamos terminado el rito. Paradójicamente me hablaba en Kunza y yo entendía todo. Le respondí con una sonrisa. Por supuesto bailaría con aquel medio pedazo de hombre musculoso y sudado. Y durante todo el camino me llevó de la mano. En un momento miré al cielo y Dios me escribía en un televisor. No alcancé a ver que era lo que decía, porque Don Juan de un tirón me dijo: hoy bailaremos para ella y apuntando hacia el horizonte estaba una bella india desnuda - debe ser pachamama - me repliqué inmediatamente y levantando mi mano la saludé.
Al llegar a la plaza había una gran fiesta. Era ya de noche y el cielo estaba encendido con luces de colores. Don Juan tenía el animal, que habíamos sacrificado en el centro del anfiteatro y otros bailarines con otros corderos muertos nos esperaban para comenzar el baile. Don Juan tomó mis vestimentas y las rompió. Quedé desnudo ante todo el público. También lo hicieron los demás. Don Juan agarró una pata de animal y me pidió que hiciera lo mismo. Yo le sonreí y no pude evitar desviar mis ojos a la inmensa virilidad que le colgaba. Me retó: ¡concéntrate y baila!. Y el baile empezó lento pero en ascenso. A cada vuelta los tambores sonaban más fuerte, estaban dentro de mí y en un momento inesperado me poseyeron con una energía desconocida por mí hasta entonces. Recuerdo que golpeaba al animal en la roca junto a mi acompañante y la sangre saltaba por los aires manchando mi cuerpo y aquello nos excitaba de sobremanera. Luego nuevamente la música se calmaba y de a poco los decibeles otra vez comenzaban a subir, hasta llegar por segunda vez al éxtasis. Creo que en algunas ocasiones me caí sobre el animal. Don Juan me levantaba y me alentaba a seguir.
Bailé toda la noche tratando de destrozar los miembros del animal. Mi cuerpo tiritaba de placer y dolor. Aún así proseguí con mi compañero el rito. Fuimos los últimos en terminar. Aunque de aquello no recuerdo nada, sólo tengo a Venus despidiéndose otra vez y yo gritando de júbilo, por cuanto había logrado desprender la pata del cordero, que ahora era mía.
Muchos me abrazaban y felicitaban. Quería volar y me dirigí al abismo, porque tenía alas con plumas de verdad y quería lanzarme como una golondrina a surcar los cielos como una cometa. Mis amigos me pararon y mi madre también.
Al día siguiente desperté en el pueblo viejo con fiebre y tiritando de frío, aún manchado de sangre y con mi pierna de cordero cocinándose en una rica cazuela de cordero. Mi madre estaba contenta cuidándome y Don Juan había vuelto a ser el viejito sin dientes, con la cara ajada y malograda por un accidente de antaño; no obstante, igual me guiñó el ojo. Yo interpreté aquello como una afirmación de que lo vivido había sido realidad.
Sólo una vez interpreté “El Baile de los Cuartos” y espero algún día volver a repetir aquella hazaña. Desearía nuevamente revivir esa especie de estado atemporal y sentir por segunda vez que mi esencia inerte se volvía, a través de un estado evolutivo en carne viva, que siente y resiente todo a su alrededor. Al menos así tendría como comprobarles al alemán Lipmann, al inglés Haldane, al ruso Oparin, al francés Dauvilier y al estadounidense Wald, que el origen de la vida está en mancomunar las energías cósmicas y geológicas, que a través de un proceso milenario da origen a maravillas tan inverosímiles como un grupo de humanos entendiendo aquel concepto a través de la danza y el rito.
No sé si seguir con este relato, ya que en este punto la vida me dio un vuelco y desde entonces no soy le mismo. Y quizás puede que aquello haya sido el comienzo de una vida errática, de la cual a veces reniego, pero que a fin de cuantas he elegido, quizás para entender las diferentes interrogantes que me planteo. Puede, tal vez, que me anime a contar otra aventura entre las montañas...