Cuando veo las fotografías en blanco y negro de mi madre encinta, me pregunto cómo aquella niña podía ser también una mujer con pensamientos libidinosos. Sin embargo, aquella apariencia infantil, jugando al luche o al elástico cambiaría en nueve meses más. Ni siquiera las trenzas “a la chilindrina” pudieron darle más tiempo de infancia y de un día para otro su existencia sería dual.
Fue una primavera de 1977 cuando mi madre tenía exactamente 13 años con 2 meses de edad. Su fisonomía en transición fue un imán para mi padre, el cual tenía alrededor de 15 años. Ambos jovenzuelos, con apariencia de niños, tenían ya la capacidad de generar una nueva vida. De hecho no es tan difícil entender, por qué para mi padre fue tan fácil caer en la magia de la belleza de mi madre.
A veces cuando la visito hoy en día, aún guarda ese efecto magnético de atracción. La observo detenidamente, y estar con ella es como enfrentarse a una amazona de 41 años de edad, que rebosa de libertad, espíritu e ímpetu destructor (enmarcada en su aleonada cabellera dorada y enigmáticos ojos verdes). Enamoradísima de la pasión, inteligente hasta decir basta, creativa como una científica, reclamadora como un profeta, que vocifera su ideología hasta dejarte convencido.
Mi padre por su parte era de aquello jóvenes impetuosos; lástima que el tiempo lo transformó en un ser humano con los dos pies en la tierra, se puso aburrido y nunca luchó por recobrar el amor de mi madre. No obstante, sé por un recuerdo arcaico, casi visceral, que fui creado bajo el erotismo más inmenso de la tierra. Ambos siendo vírgenes y experimentando las sensaciones del amor. Ambos con lecciones rígidas sobre el cuidado que había que tomar para no ser padres a temprana edad. Mi abuela se había encargado de ser todo lo contrario a sus padres. Mientras ella creía a los 15 años que las guaguas se hacían con besos, ella enseñó a sus hijas desde pequeña como era el amor entre seres humanos y que resultaba si se yacía en la cama con un hombre. A pesar de toda esa enseñanza liberal y adelantada para la época, un día mi madre y mi padre hicieron el amor en su pieza de niña. Allí ambos se entregaron a sus impulsos desenfrenados y el resultado de aquello, es el que escribe estas palabras.
Desde el día en que mi madre supo sobre la existencia de vida en su vientre, una sonrisa llena de alegría invadió su corazón. Claro iba a ser su muñeca viva, su juguete individual, que debería cuidar y atesorar. También lloró muchas noches y aquellas lágrimas saladas jamás trajeron a mi padre de vuelta. El mar la acompañaba y mientras los días de los nueve meses pasaban junto a mi abuela y mi bisabuela, todos esperaban con ansias la llegada de la primera bisnieta, ya que no cabía la idea de que el nuevo integrante fuese un macho.
Entre las tardes apacibles de verano, estas tres mujeres se sentaban en la playa a tomar té con pasteles hechos por mi bisabuela. Conversaban sobre mi futuro nombre: mi madre quería llamarme Paz, mi bisabuela quería que fuese Luz María y a mi abuela, en cambio, le gustaba Apolinaria. Todas reían mientras tejían bellos chalequitos, carpines y mitones, todos de un rosa rabioso y femenino.
Mi madre siguió yendo a la escuela, y para aquella época estar embarazada a los 13 años era sinónimo de ignominia y deshonra. A ella, por supuesto, jamás le importó y andaba en su uniforme azul con una inmensa barriga que casi no la dejaba caminar. En las clases participaba activamente y seguía siendo la mejor alumna, la más puntuda, la más despierta y la más descarriada. Al final se convirtió en una heroína de las demás. A todas sus compañeras les relataba como se hacía el amor. Les contaba que no había que hacer el amor a tontas y locas, porque sino quedarían como ella con guata. Les recalcaba que los hombres eran unos maricones de mierda, que nada había que creerle. Y así a sus tempranos 13 años era una feminista estructurada y llena de ideas sobre como se las arreglaría para sacarme adelante.
El 23 de mayo sintió los dolores. Al salir de la casa de mi bisabuela la brisa marina le pegó de sopetón una cachetada y la despertó. Le dijo a mi abuela, que tenía miedo, que se iba a morir. El trabajo de parto se complicó y como yo venía de poto era incapaz de salir por la pequeña vagina de mi madre. Ella aunque había cumplido 14 años, no estaba apta para parir a una criatura de mi tamaño. La cesárea fue la única solución. Nací sano y salvo y cuando vociferé mi primer llanto mi madre preguntó: ¿es linda mi niña?. Y el médico medio en broma le dijo: no diga eso, no ve que tiene pirulín (tradúzcase como pene). Mi madre se puso a llorar y no me quiso ver. Le dio depresión post-parto. Pero en ese tiempo esa enfermedad eran puras mañas para mis abuelas. Mi abuela entró al dormitorio y le dijo: ya termina tu berrinche, el Vicente es muy lindo y se parece mucho a ti. Detrás de mi abuela estaba mi bisabuela conmigo en brazos, entonces me encajaron el pezón de mi madre y empecé a mamar como condenado – de ahí debe venir mi gusto por chupar cualquier cosa que me pongo en la boca – hasta que mi madre me abrazó y desde ese día jamás me soltó. A salir del hospital iba de rosado puro y quizás desde ese día ya estaba predestinado a ser uno de los gay más irreverente y extraños que hay.
Hoy en día mi madre es una hippie. Vive en un pueblito pequeño perdido en el norte. Trabaja mucho para criar a mis otros hermanos y es feliz. Su filosofía sofista es tan envolvente, que cada vez que hablo con ella no dejo de encontrarle la razón. Cuando le dije que era gay me respondió: yo sabía que eras niñita y me abrazó para acogerme como nunca.