domingo, septiembre 05, 2010


Pocas veces me inmiscuyo en asuntos donde la sociedad está en cierta medida involucrada; que ironía, siendo que yo mismo vivo en ella. No obstante, en algunos casos, donde se ven involucrados los seres con los cuales comparto este planeta, dejo al “anarquista social” de lado y me lanzo a defender aquellas causas, que la mayoría de los chilenos desconocen por franca ignorancia o por el hecho de estar hipnotizados por la estupidez mediática de los medios polarizados.

El siguiente video desea defender un santuario de la naturaleza, ante la inminente llegada de centrales a carbón, que “ayudarán” de una manera muy particular al desarrollo “a corto plazo” de toda una nación. Consecuentemente, este vil hecho es escuchado y sensibilizado por aquellos que ven un poco más allá de esos “pocos años de desarrollo”.

Quizás una mejor metodología para llegar a esos que no saben que tenemos uno de los lugares más bellos de la tierra les vendría bien una pequeña historia.

“Marcado en el mapa tomamos el auto y manejando por 6 horas seguidas llegamos a los coloreados páramos del desierto florido. Ahí a las afuera de la Serena, la naturaleza se revela con apenas unas gotas mezquinas, que el desierto más seco de la tierra le quita a la bruma fría del pacífico. Recuerdo aún el viento rozando mi mejilla y a mi novio gruñendo para que entrara la cabeza. El aroma y los colores. El néctar y los insectos pululando en una pastusa frenética contra el tiempo. El Jean gritando para que le sacara fotos a los guanacos, al zorro que se cruzaba por el camino, a cometocino que se reventaba la garganta cantando sobre un cactus en flor maravillosa y mis fotos todas corridas, en sepia y blanco y negro, donde el maravilloso color lila de las laderas quedaba oculto a la imaginación de quien las contemplara.

La bahía de punta de choro es un villorrio escondido en el mapa. Gracias a la divina providencia muy pocos la conocen y ahora que está en peligro, mejor que todos vayan a admirarla. Frente a la bella caleta y a la playa de aguas cristalinas están esas islas llenas de vida: salvajes y temerarias, que se enfrentan cada día con la rica corriente de Humboldt. Nos esperaban con los brazos abiertos, enigmáticas y magnéticas a la vez. Los dos como cabros chicos saltando por acá y por allá, con ganas de ver a los delfines, los pingüinos y los lobos marinos. Dejando el auto botado, tomando las mochilas y presentándose cumplidores en la CONAF para el permiso, que habíamos solicitado hace tiempo. El sueño se hacía realidad. Y un bote enclenque, mas con un capital de conocimientos profundos, armónicos y llenos de esa chispa náutica, que uno tan de cemento no entiende a la primera.

Partimos con chaleco puesto, el Jean aferrándome a mi mano como un chicuelo que teme perderse. Como no sabe nadar pensaba que los delfines vendrían y nos darían vuelta. Además de aliñar el relato con que habían pulpos gigantes, calamares de 12 metros y ballenas asesinas come-hombres. Y el viaje dura bastante hasta llegar a la isla Choro: la roca más imponente y llena de vida que he visto. Ahí los humanos son como moscas para los animales, que impávidos te miran sin mutar. El safari acuático más impactante e intocado que he visto. Te sientes como cochino vestido. Todo tu ser desencaja en ese entorno. Todos los animales notan que eres un bicho raro, un marciano desconocido, a los cuales han ido habituándose por las visitas diarias. El mar lleno de comida, todos en festín y banquete acuático. Tanto pez, moluscos y demases genera ese frenesí de pingüinos, lobos marinos, delfines, ballenas y millones de aves. Todos tirándose piqueros, todos zambulléndose para el trofeo. Intimida esa energía y vida; vida explosiva y salvaje, que tienen que quedarte varado en la isla dama para descansar. Y los delfines nunca te dejan hasta que se cansan de jugar.

Ese día en la isla dama comprendí esa paradoja de saber que destruyendo todo y luego volvería a ese caserón de capital de Chile a seguir destruyendo. Se debe ser bien valiente para cambiar la batería y colocarte una más contestataria.

Tendimos la carpa. Éramos los únicos en la isla, las playas turquesas esperaban mi meditar. Mi novio exangüe descansó en ese silencio extraño que existe cerca de la costa, como si una concha de mar te cantara la letanía lacónica del romper de olas. Tomé el tranco por el sendero. Toda desierta la isla, sólo para nosotros. Nadie había querido quedarse ante ese mar embravecido. Quizás nos dejarían dos días ahí a la espera que todo se calmara. El viento fresco aterciopeló mi piel y súbitamente me sentí incómodo con mi ropa. No era parte de ese ambiente intocado. Me la saqué y la dejé al lado del camino. Y caminé desnudo, con un cuidado extremo, mis pies lo solicitaban. El sol bajaba para despedirse. El cielo comenzaba a incendiarse. Los dioses a pelear por las estrellas y pequeño como la nada seguía mi tranco lento hasta llegar a la segunda playa. Su color me invitaba al baño, engañado retrocedí cuando mis dedos tocaron esa agua prístina. Helada y gélida me atizaba a que me atreviera a un baño austral. Sin embargo, mi escasa adaptación a tales temperatura me retuvieron, mientras sentía como los lobos se reían de mí y un lagarto, lo más probable endémico de esos parajes me observaba taciturno y obnubilado de mi piel tan blanca y fea. Como quisiera tener tus escamas y cambiar del verde iridiscente al rojo pasión, me dije meditabundo mirando a los ojos a ese dinosaurio en miniatura. Sentí que me comprendió y hasta que sonrió.

Al final del día quería ver el cenit, la despedida del último rayo, ese mito de que el sol nunca toca el mar, aunque uno no lo quiere creer, porque cuando dibujamos siempre el sol se baña, se moja y sale al día siguiente limpio y lleno de energía. Ahí en la roca más alta de la isla veía nuestra carpita chiquita y al Jean cocinando un menjunje extraño. Las olas rabiosas reventaban bajo mis pies como buscando arrancarme de ellas. Soñaba con algún día bucear en esas aguas y ver esa vida marina efervescente. Aún sueño con ello, con encontrarme con Poseidón y su carro tirado por esbeltos caballos de mar. Todavía me imagino sireno y 100% acuático. Como una transformación natural de humano a humano-cetaceo; quien quisiera nadar en las profundidades con los amigos delfines. Allá al fondo saltando por última vez, jugando con las grandes olas. Quizás las madres de esos delfines estaban asustadas por la fuerte corriente…

El Jean me grita que está listo, bajo rápido a cenar y tomarnos ese vinito que trajimos en la mochila. La luz fantasmagórica de una luna nueva y las millones de estrellas que swaroskianas adornaban la bóveda con una vía láctea llena de crema y polvo estelar. Del amor no les cuento, porque lo hicimos como todos los animales de esa naturaleza, con las variantes pertinentes y los cortejos de rigor. Lo que realmente intrigó a este interlocutor fue el ruido nocturno. Nada se calla en la noche, esa selva acuática está viva. No podía dormir y el Jean estaba en el quinto sueño. Sentía un temor sobrenatural al amar, probablemente era la sensación de sentirme tan pequeño ante esa fuerza natural. Decidí enfrentar mi temor y salí abrigado a explorar a las 3 de la mañana. Ahora que lo recuerdo mis neuronas se confunden con la fantasía. Tratar de ser objetivo es difícil y aunque estimen que exagero, esto fue lo que ocurrió: el mar estaba bravo, endemoniado, algo pasaba ahí que mi cerebrito no entendía. La parte poniente de la isla era atacada por la furia del oleaje, mientras que la parte oriente estaba como un lago quieto y transparente. El agua no pierde la transparencia en la noche, que extraño pensaba yo, como puede ser claro si no hay luz allá abajo. Craso error, al caminar por el pequeño muelle de madera me percaté que el mar era fosforescente, entre un color amarillo a verde brillante con matices rojos. No lo creía. Pensé que estaba contaminado, algo radiactivo, algún monstruo de las profundidades. Estaba a doscientos metros de la carpa y si el monstruo salía me llevaba. Así que me senté en le muelle a mirar esos colores extraños y fue entonces cuando comprendí porqué existía esa isla, porqué tenía esa forma. El miedo no es sólo humano y muchos animales también lo sienten. Y como el mar estaba vuelto loco, muchos se habían ido a guarecer en ese lago que formaba la playa chica de la Isla dama. Ahí estaban durmiendo las familias de delfines. Literalmente dormían y yo los espiaba, no estaban nadando, sino estáticos subiendo y bajando para respirar. Los lobos marinos con sus cachorros enrollados como pequeños peluches y las aves con su plumaje pomposo protegiéndose del frío. Fue sólo en ese momento, en que me sentí parte de algo muy grande, algo que no logro comprender aún, ni menos la punta del iceberg del conocimiento que me dio aquella experiencia. Entró por mi pubis, no por el tercer ojo ni nada parecido. Lo sentí en mis entrañas, que me hizo levantarme y caminar por la arena, meterme al agua con ropa y todo, que tranquila y fría mojaba mi piel. Caminé hasta que el agua me llegó hasta la cintura y me hundí. Abrí los ojos y se mojaron con ese ardor típico de la salmuera. Se ve mal, como en cámara lenta. Los destellos seguían y esa agua de color brillante la tenía alrededor de mi cuerpo. Esas criaturitas diminutas tocando mis sensaciones y transmitiéndome algo, un saber tan antaño y indescifrable. Surgí y me volví a sumergir. Aguantaba el aire esperando a los dioses del mar. Nada de nada. No me volví delfín ni nada. Salí del agua entumido, me sequé y con el saco de dormir sobre mi cuerpo, me quedé en la orilla del agua hasta que amaneció. Había recibido tanto de algo, que no era capaz de dormir. Mi cabeza estaba bloqueada de emociones. Y fue el despertar de los delfines quienes me sacaron de mi ensimismamiento. El agua se movía y todo volvía a la vida diurna. Las criaturas de la noche se cobijaron y el sol arrogante arrobó de un zarpazo toda la penumbra a su alcance.

Ese día esperamos que nos buscaran. Y no fueron porque el mar seguía bravo. No hubieron visitas y yo tuve otra noche para tratar de entender. No lo conseguí, nada de nada, sólo esa maravillosa sensación de ser parte de algo inmenso, de conectarse molecularmente con seres vivos no reconocibles por tu raciocinio, no vistos por tus ojos, tan diminutamente energéticos.

Cuando llegamos a la caleta, mi novio me preguntó si me había gustado estar ahí. Le respondí: espero que esto se quede tranquilo, que pocos lo conozcan, no por egoísta, sino porque lo bello e inmaculado siempre desea ser manchado por el pecado ególatra de los humanos. Esos que piensan sólo en nuestra especie.

Hoy mi novio con este video me mostró que está en peligro… ¿Qué puedo hacer? Ante el monstruo del “Desarrollo impetuoso de este país”. ¿hay algo de conciencia en esos chilenos que están en el gobierno? O nuevamente espetarán: necesitamos ese crecimiento para el dinero necesario para la reconstrucción del país, si precisamente ese es nuestra esencia la endiablada y maravillosa geografía que nos rodea, que infructuosamente tratamos de domar, cuando tal vez sería mejor conectarse con ella y comprenderla. Pues bien, Punta Choros es un lugar para aquello de lo que hablo. Si quieres entender tu casa, tu planeta, tu único hogar en el universo, pues bien anda ahí y quédate en isla dama, en invierno o primavera, cuando nadie va. Admira todo ese camino lleno de vida y ruego para que encuentres en ti esas motivaciones, que la vida cotidiana te a robado.

Ahorra un poco de dinero, vende tu televisión y deja de mirar toda la programación chilena. Ahorra y camina, se limpio como nadie, no el animal más inmundo de este planeta. Regaña a todo aquel que quiere destruir estos lugares y otros más que tenemos. Nada justifica la pesadilla de las termoeléctrica. Y si desarrollo se trata, pues bien esperemos y vamos más lento, y no nos arrepintamos luego devastar todo aquel idílico paraje.

ACTÍVATE, ANÍMATE, CÁMBIATE, REVÍVETE, DESENQUÍSTATE, SALE Y GRITA POR AQUELLOS QUE NO PUEDEN HACERLO, ELLOS TAMBIÉN TIENEN DERECHO A VIVIR LIBRES EN ESTE PLANETA

 
posted by Vicente Moran at 9:59 p. m. 0 comments