domingo, mayo 10, 2009




Los ojos apagados y el cansancio escrito en las arrugas de los párpados. Tapando el dolor con sombras azules y un delineador que da el toque melancólico a esa mirada seca. Las cicatrices no quedaron salpicadas en su lapidado cuerpo, sino enmarcadas entre el chocolate de su piel y el corazón partido en miles de fragmentos. Fragmentos dispersos en los pensamientos, que ella siempre deseó deshacerse.
Los últimos trabajos habían suplicado terminar esa guerra de viajes; entre su periférica vivienda y las casas acomodadas de sus amos, ya sólo le quedaba un hilo de la energía que la había caracterizado. Ahora el sólo hecho de suspirar la agobiaba. El smog, la gente pululando en un millar de masa humana dirigiéndose a sus puestos de trabajo sin sentido alguno, como si un interruptor en “on” los hubiese puesto en marcha, sin rechistar siquiera que quizás quisiesen destruir cada pedazo de sociedad que habían construido.
Amalia, su nombre, su apelativo. Nada más, sólo un nombre breve, que evocaba a flores. Su vida sin rumbo la había perseguido desde que había tomado conciencia que era una mujer adulta. Desde el preciso instante que sus pensamientos le comunicaron, que ella no era nada importante. Una simple peón del tugurio imperialista del mundo. Una pieza insignificante dentro de la maquinaria poderosa del desarrollo.
Levantarse, bañarse, trabajar, comer, y debes en cuando follar con un macho retorcido, que apenas se preocupaba de sus orgasmos. Y así años tras año, sin terminar, ni tampoco con un principio claro. Todo se fue mezclando en un sopa nauseabunda: su vida + sus horas + sus sueldos + sus quejas + sus anhelos. En cuanto a los hijos: la infertilidad le había dado la grata sorpresa de que ni siquiera sería posible traer a otro bastardo a sufrir junto a ella. Pobre de Amelia, una castrati por naturaleza, aunque sin los registros de Farinelli. Su voz era sólo el clamor del tugurio putrefacto de la humanidad.
Se sabe que todos quieren ser ciegos, sordos y mudos sobre la vida de Amalia. Todos desean mirar hacia el cielo. Todos la borran de sus anales y dejan puntos suspensivos en la vida de miles de Amalias. Ellas no existen. No hablan. Tampoco lloran. Son las androides de carne de esta década. Las manos que mecen las cunas y relatan los cuentos de hadas – que ellas creían de verdad hasta hace poco - , que hacen dormir a los niños de bien. Mientras sus madres felices gastan los billetes pagados por sus maridos. Dinero que sustenta la felicidad de tener esposas “bellas”, bulímicas, atesoradas y engañadas por las vidas sodomitas de sus hombres.
Los domingos son el único día en que puede caminar sin la preocupación constante de los críos ajenos. Sin estar pendiente de los calzoncillos del jefe, de las toallas higiénicas de la niña pre-púber, y las máscaras faciales de la podrida jefa de hogar. Durante esas tardes cree entender que puede ser libre, que puede lanzar todo lejos en el horizonte y salir triunfante a pedir un poco de justicia.
Se compra un helado y observa los maniquíes en los escaparates con esas tenidas ceñidas de gasa y organza. Se imagina envuelta en aquellas exquisitas telas. Deseando, que un hombre la descubra. Su piel solícita de caricias y artes amatorios. Sin embargo, conoce e intuye que todo, en aquel domingo se debe a una situación ceteris paribus. Cada factor y componente de su maldita vida se organizan en el engranaje perfecto de la injusticia.
Y qué si todo es así. Nada más que la barbarie eterna de los pocos gozadores y los muchos sufridores. Donde está la inflexión, para que las hordas de humanos beneficiados de tomar un vaso de agua, se pregunte si a alguien le falta una gota de ese vital líquido.
Para Amalia no tiene solución. Y cuando atisba que el sol despunta en un rojo inverosímil se levanta de la banca de la plaza y se encamina a la cárcel de sus amos. A la entrada sus jefes festejan las nimiedades de sus éxitos económicos con los amigos y la familia. Todos bellos, todos hermosos, todos lucrativamente vacíos. Su pasar es imperceptible y nadie se percata que ahí va la que mantiene todo impecable en esa casa, que paradójicamente jamás será suya.
Su pieza al costado de la cocina, la espera: fría y húmeda. El invierno mora eternamente entre esas cuatro paredes. En esos metros cuadrados escasos que le han asignados como “propios”. Se recuesta y cierra los ojos cansados. Sus sueños no vienen hasta altas horas de la noche, cuando imagina que allá en otro mundo. Las cosas podrían, sí podrían ser un poco diferentes…
 
posted by Vicente Moran at 1:55 p. m. 1 comments