Para mi bisabuela la pérdida de la virginidad fue con una violación consumada por su propio esposo. Tenemos que situarnos en 1920, ya que hace más de 90 años que esta historia de “amor” transcurrió.
Mi bisabuela fue el engendro ilegítimo de un cocinero español, de uno de los tantos barcos que circundaban el pacífico en aquel entonces, y su madre una pobre barrendera de las calles porteñas. Al nacer se dice que era peluda y bien fea y que jamás tendría éxito en la vida. Al parecer la bruja se equivocó. Al cumplir los 14 años mi bisabuela era una latina espléndida. Sus caderas era portentosas y sus senos hechos para la lactancia, así que los pretendientes siempre pululaban para obtener su aprobación. No obstante, el destino le tenía deparada otra historia. Su madre que había barrido las calles durante tanto tiempo, le fue arrebatada a los tempranos 40 años de edad, gracias a la tuberculosis. Durante el tiempo que su madre enfermó, ella con valentía tomó el trabajo de barrendera. Al terminar sus labores corría al hospital de aquella época, para estar todo el tiempo posible junto a su amada madre. Luego partía donde sus padrinos, los dueños de una pastelería española de la ciudad. Ahí se ponía a trabajar con la cocinera hasta altas horas de la noche. Fue ahí donde aprendió las recetas que luego me enseñó en sus últimos años de existencia.
En la mañana del 14 de febrero de 1920 pasaron tantas cosas. Al levantarse a las 5 de la mañana, en la puerta de la pastelería estaba el cocinero de otra pastelería cercana a la de sus patrones. Al preguntarle que quería, éste le dijo, que sólo venía a entregarle unos dulces para que le llevara a su madre. Le dijo que la conocía y que le estimaba mucho. Su acento español la dejó desconcertada, su madre nunca le había hablado de un amigo español. Luego de terminar todo los quehaceres de la casa, y después de finalizar las lecciones de lectura, que la hija de sus padrinos le enseñaba, partió rauda al hospital. Mientras bajaba apresurada por la calle Sotomayor un hermoso joven en bicicleta casi la atropella. Ambos quedaron paralizados por el susto, pero también porque mi bisabuelo había encontrado a la mujer de su vida. Le preguntó su nombre y mi bisabuela no quiso dárselo. Así que él la siguió todo ese día.
En el transcurso del camino ella le contaba que su madre estaba muy enferma, le confeso que desearía cuidarla ella misma, sin embargo, tenía tres hermano más que cuidar y por eso había tomado tantas responsabilidades. Él, muy cortés, la dejó que entrara sola al hospital y mientras eso ocurría mi bisabuela se adentraba en los blancos pasillos con fuerte olor a yodo. Al llegar a la sala donde se encontraba su madre se percató, que ella ya no estaba en sus aposentos. En ese instante su corazón se detuvo. Su piel se puso tan blanca que una enfermera le preguntó, que qué era lo que le pasaba. Ella la interrogó sobre su madre y de los labios de la enfermera las palabras más terribles brotaron de la nada. El tiempo se hizo infinito y sólo sentía como otras mujeres la tomaban y la llevaban por otros pasillos. Bajaron por las escaleras hasta llegar a una puerta doble, donde en la parte superior estaba escrita la palabra: “Morgue”. No supo el significado, sin embargo, su interior le dijo que nada bueno le esperaba, y en efecto ahí estaba su madre: tirada en las baldosas mojadas, entre los cuerpos de otros muertos indigentes; todos aquellos, que no tenían dinero para un humilde ataúd. Por eso mi bisabuela siempre me llevaba para el día de los muertos al cementerio y dejábamos flores en la tierra. No en una tumba común y corriente, sino en un cerrito de tierra donde no había nada. Años después me contó que aquella era la fosa común, donde los restos de su difunta madre reposaban entre cientos de otros esqueletos.
Al salir del hospital mi bisabuelo aún la esperaba. Al verle la cara supo de inmediato que algo malo había pasado. No preguntó nada y sólo la abrazó para confortarla. Mi abuela se entregó al abrigo cálido de su futuro esposo y ambos se fueron caminando por la avenida Brasil. Aquella tarde mi bisabuela no fue a barrer las calles de su ciudad. El ocaso hizo brillar la espuma del océano y ambos antepasados míos sellaban así su compromiso sin decirse ninguna palabra.
Al día siguiente mi bisabuela comunicó a sus padrinos, que se casaría y que se llevaría a sus tres hermano consigo misma para criarlos. Por su parte mi bisabuelo, hijo de un ilustre ingeniero mecánico y de una afamada familia porteña comunicaba que se casaría en la tarde con la que sería su mujer (mi bisabuela). A mi tatarabuelo hombre culto y visionario le pareció bien. A mi tatarabuela que venía llegando de Alemania casi le da un ataque. Al conocer a mi bisabuela, mi tatarabuelo la miró con ojos tiernos y comprensivos y mi tatarabuela de pies a cabeza, como proclamando el pecado máximo con su mirada: como era posible que su sangre se ensuciara con aquella gitana de cuatro pelos.
Mi bisabuelo anunció que se marcharía al norte. Él deseaba empezar de cero junto a su futura esposa y sin la ayuda de su influyente familión. Mi tatarabuela le dijo que si quería eso estaba bien; no obstante, primero debería casarse por la iglesia si deseaba que ella bendijera aquella unión malograda.
El 16 de Febrero en una ceremonia en el Corazón de María mi abuela con un vestido de primera comunión prestado, que le quedaba chico como mamarracha, daba el “sí” a la unión matrimonial indisoluble. Estaba contenta y sus ojos se llenaron de lágrimas. Miró a Cristo y le pidió un poco de suerte. Esa misma noche, después del trámite del casamiento religioso no hubo fiesta, mi tatarabuela se fue a su casa y mi bisabuelo dejó a su joven esposa sola en la casa de sus padres, para salir a parrandear con sus amigos. Cuando llegó tomó a mi bisabuela con una fuerza bruta, le desgarró los vestidos y la violó. A la mañana siguiente estaba ensangrentada durmiendo en el baño. Sus mejillas se encontraban cocidas por el ácido de las lágrimas y la criada de la casa compadeciéndose, la levantó con cariño y la bañó amorosamente como una madre.
Esa misma tarde partieron para el norte. Mi bisabuela después del todo iba feliz. Nunca había salido de su ciudad y se imaginaba que el destino que le esperaba era una bella ciudad con playas hermosísimas donde iba a poder criar a sus hermanos y al primer hijo que ya estaba engendrando en su vientre. No sabía lo que le esperaba.
A los 94 años de edad mis bisabuelos celebraron sus bodas por segunda vez (para mi bisabuela era su primera vez) y el familión era gigante. Estaban todos, y por supuesto yo su primer bisnieto. La ceremonia fue en una pequeña iglesia sobre las rocas de la costa. Detrás se escuchaban las olas reventar y mientras ese sonido envolvía la atmósfera ceremonial, yo observaba las manos de mi amada bisabuela. Ella temblaba, estaba nerviosa. Decir y proferir el “sí acepto” tomaba ribetes irreales en sus labios curtidos por el tiempo. Mi bisabuelo también temblaba pero por el Parkinson, mas se erguía para parecer más alto de lo que en realidad era. Estaba orgullo de tener a su lado a una mujer de la calidad de mi bisabuela, la cual aguantó tantos maltratos y abusos por parte de él. Ni siquiera podía comprender como esa mujer iba a decir que sí de nuevo. Sin embargo, fue como se lo esperaba, mi abuela aceptó quedarse con él hasta la muerte y entonces él dejó salir un leve suspiro desde sus pulmones. Yo pude percatarme de ese alivio, conocía muy bien a ese viejo achacoso, sabía que estaba muerto de miedo, al pensar que aquella mujer podía arrepentirse a última hora.
Mi bisabuela salió de la iglesia vestida de blanco. Su traje era bellísimo, de exquisitos encajes y broderí; perlado y con bisutería recargada y finalmente con un ramo de calas blancas. A la salida le lanzaron arroz para la buena suerte. El auto llevaba cientos de tarros colgando y le esperaba un larga fiesta de celebración. La vi bailar su primer Vals, ya que nunca lo había hecho y era tan etérea, tan liviana, tan maravillosa, que aún recuerdo cuando entre los un, dos, tres, me tocó el turno de bailarlo con ella. Y mientras la llevaba casi en el aire le pregunté: ¿Cómo hiciste Celia Plaza para amar tanto a un único hombre? Y ella respondió con sabiduría: cuando encuentres al tuyo lo sabrás, y entenderás que ese secreto no hay que contarlo jamás, sino la vida sería demasiado aburrida, ¿No crees?.En el transcurso de tres años ambos murieron, y lo único que sé es que les debo un libro...