Creo que la agarré justo en el momento en que apoyaba un pie en el vacío y el otro aún en la tierra de los mortales. Sus ojos perdidos pedían amor. Un abrazo que absorbiera como esponja cada dolor que no pidió y también aquellos que ella buscó. La tomé de la mano, ese ser que era mi hermana, que a lo largo de tres años se había transformado en lo más pútrido de esta sociedad. En tan sólo un suspiro de la vida, ya había adquirido y engullido desde la indiferencia hasta la locura del mundano vivir.
Mi hermanita algunas noches tirada en la calle, en otras la encontraba vendiendo su cuerpo para conseguir su droga y muy pocas veces fornicando por placer con no sé quién. Y en las últimas, tan sólo tirada como un estropajo o andrajo humano. Nadie la reconocía, todos se habían dado por vencido en salvarla. Era tan irreverente que daba miedo y en vez de acercarse a besarla todos arrancaban. Fue así como la soledad se depositó como fiel compañera a su frágil y magullado lado.
Yo en mi vida, ella en la de ella y todos felices caminando muchas veces sin rumbo; sin embargo, aún sentía que le quedaba un fragmento de luz, una llama exigua de vida. Quizás por eso la contuve con mis brazos de hermano mayor, durante su última noche.
Yo nunca me imaginé de chico la vida sin ella. Cuando la veía caminar chiquita con su cara de muñeca, me llenaba de alegría saber que aquella criatura tan bella era mi hermana, y aunque ahora su figura este dañada y poco agraciada, sé que eso se puede arreglar. Yo siempre me la figuré como una mujer llena de proyectos, con un futuro promisorio y repleta de conocimientos.
Cuando la agarré era demasiado tarde. Le acaricié su cabellera piojenta mucho rato, le entregué todo mi amor, le dije que como hermano nunca la dejaría sola, que estaría a su lado en todo momento y que no temiera, que mi mano no la soltaría.
Las lágrimas me resbalaban y aunque quería revivirla no pude. Claro, la agarré en mi imaginación, en mi lúdico pensar, de que quizás, podía ser un poco como Dios, para saltar y volar y agarrarla en el aire. Quería volar un rato con ella para darle un paseo por la vida, mostrarle que también podía ser feliz, que ella también tenía el derecho inherente de ser todo lo que quería, y yo seguí pensando en la Desiderata y todo aquello que no hice para evitarlo.
Soy un humano, no un Dios y por ende no volé, no volé nada, sólo me pude arrastrar a su lado y tomarla para estrecharla y sentir su último ir. Se fue con sus ojos de marroquí abiertos, verdes como los prados del sur, y plantados en su piel aceitunada. Hacía frío en la ribera del río. Estaba heladita y risueña. La caída desde el puente no la había matado en el acto. Preguntó irreverente: ¿quién es usted?. Yo dije: tu hermanito.
Algunas veces me imagino verla en la calle. Ella no me habla, me evita, me hace sentir culpable de no haberla ayudado.
Ahora somos de dos mundos distintos. Ella del por ahí y yo del por acá. Aunque un día me la encontré en la calle. Era invierno y estaba lloviendo fino, casi como un rocío perfumado del litoral. Venía hacia mí muy linda. Con su cara llena de risa. Yo me asusté demasiado y estuve a punto de cruzar. Era imposible que mi hermana caminara por el parque. Pensé que quizás era alguien muy parecido. Pero no, era ella en carne y hueso. Entonces me preparé para el encuentro con una de las personas más queridas por mí. Antes de cruzarnos paré en la acera y espere para que gritara mi nombre. Y paro en seco, como enfrentando a su hermano. Con su energía atronadora levantó la mano para acariciar mi rostro y besar mi mejilla derecha, que estaba helada y que de inmediato sintió el calor de su vida eterna. Ella atisbó cuidadosamente mi semblante y dijo: hermano mío yo también te amo.
PD: dedicado a mi hermanita, que un día casi se pierde en los recovecos de esta ajetreada vida.