El alzheimer en el viejo gay carcomía. Los amantes de tierras tropicales se confundían con los rostros de los verdaderos enamorados. Sin recordar si Julio había sido el primero o si Mario el último a quien desfloró con su sexo lánguido y cansado.
Los pasillos de su casa se hicieron eternos laberintos y sus libros escritos de jeroglíficos, de los cuales nada entendía. Su nombre comenzó a borrarse, cabe decir, que de manera lítica, como si la piedra de su identidad se desintegrara por las olas del olvido. Todo ipso facto, como si una ráfaga despiadada dejará sin esencia la vida de tal personalidad.
Los recuerdos corroídos. Las memorias desvanecidas en imágenes etéreas. Y su obsesión intrínseca del secreto, con las pinceladas perfectas del corrector.
Una pregunta se me soltó en su aire: ¿te acuerdas de mí, amante privilegiado?, ¿Sabes quien es, tú que tienes el derecho a la tragedia? Y ¿cómo se te ocurre acallar tu locura por los hombres bellos que pasaron por tu polla?.
El lenguaje burdo nunca le quedó. Simplemente era su directriz borbona y teutona que no lo dejaba escapar. Aquella camaradería de cárcel burguesa. Atrapado entre los sentidos auto-explicativos y el apetito carnívoro, por los muchachos persas.
En esa tarde de enfermeras, ya no lograba ver en mis ojos a uno de sus amigos. La cenicienta mucama lo acurrucaba, sin saber ella, que este viejo loco aborrecía el olor menstrual de las hembras. Mientras yo lo miraba, recordaba las palabras salidas con parsimonia de sus labios finos: ¡me quiero morir de un ataque cardiaco y no quedar sin saber quien soy o postrado como abeja sin alas!....
Aquella tarde paseamos junto por el parque. Él en su silla de ruedas, mamándose las manos, como reflejo póstumo de su invalidez. Le conté que los Coihues estaban en peligro de extinción. Que los Robles se encontraban en franca retirada. Que los Castaños ahora eran enanos y que además me había acomedido traerle un poco de raíz de Tejo. Le pregunté si recordaba aquella historia, en donde los jefes de los celtas irlandeses se habían aplicado la eutanasia, con la raíz de este noble y bello árbol, que ellos llamaban cariñosamente “Yew Tree”, cuando los malvados romanos los asediaban. Por su puesto no vino ninguna respuesta. Sus ojos estúpidos, ya no eran aquellas perlas vivaces que a tantos y a tantas habían hipnotizado.
Luego nos sentamos frente a una bella fuente. Al parecer eran Alejandro magno y su amado Hefaistos (paradoja de la vida, ya que era su dios). La contemplamos juntos, mientras yo maceraba sereno el preparado: Unas trufas blancas de Italia, cacao seleccionado y una exquisita manteca de avellanas, que mezclaba respetuoso y feliz. Ya dejarás este planeta lúgubre y tus neuronas se reactivaran, pensaba silencioso. Finalmente agregué el raspado de Raíz de Tejo. Formé con las palmas de mis manos, los mejores bombones que jamás he hecho. Y los cubrí con cacao en polvo, a modo de golosinas de trufa exótica. Y te los dí a comer uno a uno. Tú abrías tu boca como guagua gigantona y yo te sonreía con melancolía, que dicho sea de paso, es la sonrisa más compleja.
En un momento creí ver en tu semblante el recuerdo de guerras amorosas. También me figuré algunos de tus encuentros. Por ti rememoré los amantes importantes y de los nombres que me acordé, los fui vociferando al aire, para que se los llevara y los hiciera agua.
De vuelta te mostré al viejo alcornoque (ese Quercus suber) tan enigmático, tan arrugado como tu cara, tan añoso pero eterno. No creerías lo que observé y analicé en las puntas de sus ramas. Precisamente eso, la arquitectura enmarañada y sin sentido de sus brazos leñosos. No obstante, tu no me entendiste. Te había dado sueño y la enfermera te acostó, sin antes lavar prolijamente, tu culo y las bolas secas, que habían cedido a la gravedad.
Al día siguiente te encontré sobre el Cedro del Líbano, ese que es el más viejo de Santiago, ¿no?. Bueno ahí estabas presenciando tu funeral póstumo. Yo venía del interrogatorio, en donde dije sin sonrojarme, que habías comido aquellas ramas de Tejo, que se encontraba frente a la fuente de Alexander. Yo, por supuesto, no sabía de su poderoso veneno. Mal de mí, ¿no cree? te pude haber salvado. Aunque creo, por tu sonrisa vivaz y audaz, que me das las gracias. Y cosa rara, porque te vi joven y eras, guardando el recato de un maricón viejo como yo, bastante guapo.
Aquella tarde, quedé sin amigo centenario. Aquella noche, me recosté junto al hombre de mis sueños y le conté sobre el Tejo. Estaba medio dormido, así que tendré que llevarlo a tu asilo y mostrarle el árbol. Aunque para ser románticos quisiera que ambos degustásemos los bombones. Al menos así me iría junto él. Con un sabor a chocolate dulce en los labios, con un beso eterno en mi cenit, con su esencia siendo mía a nivel molecular. Simplemente un Mousse del amor, en el suicidio digno de dos amantes.
Dedicado a los viejitos Gay con Alzheimer.