Una brisa fresca y pícara entró cuando la puerta se abrió. El mensaje no fue claro. No le prestó atención y levantó el índice para llamar a la señorita. Ella, una mozuela de unos 18 años, blanca, pelo negro, ojos pardos. Una gata callejera en busca – pensó picaronamente – de un viejo de pichula experimentada.
Le ordenó un café irlandés. El otoño ya se plantaba de sopetón en el gran Santiago. Los árboles de la plaza Brasil parecían languidecer. Sus hojas doradas a punto de desfallecer. Todo era bello. Y más aún las nalgas rubicundas de la muchacha, que ya venía cadenciosa a dejar el pedido. Los ojos de ambos se cruzaron. Una sonrisa tímida, aunque caliente se escapó del rostro de la cría, que con ademán procuró rozar las manos del viejito picarón.
El primer trago fue profundo y rudo. Dejo la taza en el plato, tomó una revista de socialité con los rostros demacrados de las esqueléticas modelos. Todo lo anterior, con el fin de husmear a la chiquilla en el fondo del pasillo, sentada en un piso de madera obscura. Ella fumando un cigarrillo lentamente, que formaba un vaho nocturno y rojo a su alrededor. La pinga se le paró, la sentía dura, cabezona, turgente, a punto de explotar. Se la imaginaba lamiéndosela. Una lengüita rosadita, pequeña, y jugosa, que contorneaba su glande ya tan acabado.
Tomó su taza y desde lejos le inclinó la cabeza saludándola, pero también invitándola a la cama. El sorbo de nuevo fue largo, y cuando volvió a dirigir la mirada, ella lo observaba fijamente. Tenía las manos en su vagina de muñeca, las piernas cruzadas formando un triángulo equilátero perfecto, y sus labios húmedos de deseo. De nuevo soltó la sonrisa tímida. Sin embargo, el guepardo se cruzó por la puerta. Cerró los ojos, creyó ver un guepardo de vuelta corriendo a toda velocidad.
Aún quedaba café en la gran taza. Tragó el tercer sorbo. ¿Qué habría sido aquella figura felina en las afueras del café? - Pensaba intrigado- Los guepardos viven en África, y no en Santiago de Chile. Dejó flotar la visión y buscó con la mirada a la chiquilla. Estaba más lejos sentada en el mismo piso. El pasillo se había iluminado por la llegada de la bienvenida noche y los noctámbulos arribaron como cosacos del inframundo. Todos pálidos, ojeras gruesas y labios malditamente rojo; todos hombres y mujeres, en un androgenismo marcado.
Levantó la cabeza y en el fondo la muchacha todavía mantenía la mirada en su blanca cabeza. La invitó a venir. Ella le señalo si quería otro café. No, no quería otro café, sino hablarle e invitarla a un motel de mala clase, para meter por su culo puntiagudo su pichula llena de afrentas antiguas.
Ella llegó con el café irlandés. Ahora con más crema. La gente le empujó y un poco de la crema quedó como adornó en uno de sus pezones erectos por el aire frío que se colaba por la puerta cada vez que alguien entraba.
Le dio las gracias, entregándole una nota a escondida de todos. Temblaba como adolescente, empapando la espalda con su sudor ardiente. La mirada se clavó en su trasero y creyó ver una serpiente salir por debajo de su cortísima falda. No sabía lo que le pasaba. Tomó un poco más de café para despejarse, quizás se estaba quedando dormido. Ya no estaba acostumbrado a la conquista. Y las poluciones nocturnas lo habían abandonado hace muchos años. Las pajas eran agotadoras y tenía miedo de meter la pichula en putas que resultaban ser putos con tetas. Sin embargo, hoy era distinto. Aquella hembra púber le despertó aquel león dormido por casi dos décadas.
La muchacha en el fondo desdobló la nota y la leyó. Su pelo había cambiado. Era azul eléctrico. Se percató que los demás comensales eran ilustres muertos y otros seres irreales que sólo existían en las historias fantásticas que a veces leía. Se agitó en demasía. Llamó a la muchacha pidiendo la cuenta y se tomó el ultimo sorbo del segundo café irlandés.
La señorita comenzó el desfile desde la entrada. Parecía jamás llegar. Sus ojos clavados en los de él. Ella apretujada entre sanguijuelas que restregaban sus miembros pobretones en sus inmaculadas nalgas.
No pudo llegar hasta él, así que se levantó y fue a su encuentro. Pasó por aquella masa de carne en movimiento, que le tocó el trasero. Le metieron los dedos en su anciano y virgen ano. Se encolerizó, pero en medio de aquella orgía no sabía quien era quien. Le agarraron el paquete lacio por el enojo. Al final, en la puerta de salida, estaba ella con su abrigo. Por lo visto había aceptado la invitación y después de todo era el día del triunfo. El sexo más esperado antes de su muerte.
Al salir todo había cambiado. El cielo estaba estático. Había un televisor en el espacio sin sintonía, sin transmitir nada. Luego frases completas comenzaron a ser escritas en la pantalla. Era Dios: no lo hagas, no vayas, no lo intentes, no se te parará.
Los edificios se difumaron y estaba sólo con ella, en medio de montañas de sal. Sombras de hombres formando un circulo. Todos sin rostro, ninguna identidad. Eran palafitos humanos parados en un mar de arena. Juzgadores y voyeristas.
Los monstruos surgieron de la nada. Los rostros se metamorfoseaban sin cesar. En un momento eran mandriles de dientes horrendos y en otras un vampiro gélido. Agarró fuerte el brazo de la muchacha, casi estrangulándoselo. Ella lo llevó a un callejón sin salida.
Todo estaba en las penumbras. Sólo sentía las manos heladas de ella. No lo estaba acariciando, como en un principio pensó. Lo estaba registrando. No podía gritar. Comenzó a quedar inmóvil. Los pies se le aflojaron. El brazo izquierdo mandó la señal y su rostro se transfiguró en uno doloroso, con ganas de agarrar aquella puta maldita.
Ella sacó la billetera. Se la mostró, burlándose de su debilidad. Sacó las fotos de cada uno de sus hijos y las quemó. La de su esposa la usó para limpiarse el culo y se la hizo comer.
Levantó el taco del zapato y lo lanzó directo en el pecho.
Lo meó y lo escupió. Dejándolo tirado como ropa roída y desechada. El corazón no pudo más y se detuvo en ese momento. Expiró y dejó caer la taza en el plato. El ruido seco y agudo del cristal rompiéndose. Todos angustiados fueron en ayuda del viejito, que súbitamente había dejado de existir en aquel tranquilo café de la Plaza Brasil.
La muchacha que lo había atendido llegó de las primeras. Le sostuvo la mano. Él la observó fijamente, escrutando la maldad en su interior. Entonces agarró con fuerza la mano de la mesera, acercó su cara lo más cerca al oído de la muchacha y dijo: ¡MUERE PUTA!
FIN.
Le ordenó un café irlandés. El otoño ya se plantaba de sopetón en el gran Santiago. Los árboles de la plaza Brasil parecían languidecer. Sus hojas doradas a punto de desfallecer. Todo era bello. Y más aún las nalgas rubicundas de la muchacha, que ya venía cadenciosa a dejar el pedido. Los ojos de ambos se cruzaron. Una sonrisa tímida, aunque caliente se escapó del rostro de la cría, que con ademán procuró rozar las manos del viejito picarón.
El primer trago fue profundo y rudo. Dejo la taza en el plato, tomó una revista de socialité con los rostros demacrados de las esqueléticas modelos. Todo lo anterior, con el fin de husmear a la chiquilla en el fondo del pasillo, sentada en un piso de madera obscura. Ella fumando un cigarrillo lentamente, que formaba un vaho nocturno y rojo a su alrededor. La pinga se le paró, la sentía dura, cabezona, turgente, a punto de explotar. Se la imaginaba lamiéndosela. Una lengüita rosadita, pequeña, y jugosa, que contorneaba su glande ya tan acabado.
Tomó su taza y desde lejos le inclinó la cabeza saludándola, pero también invitándola a la cama. El sorbo de nuevo fue largo, y cuando volvió a dirigir la mirada, ella lo observaba fijamente. Tenía las manos en su vagina de muñeca, las piernas cruzadas formando un triángulo equilátero perfecto, y sus labios húmedos de deseo. De nuevo soltó la sonrisa tímida. Sin embargo, el guepardo se cruzó por la puerta. Cerró los ojos, creyó ver un guepardo de vuelta corriendo a toda velocidad.
Aún quedaba café en la gran taza. Tragó el tercer sorbo. ¿Qué habría sido aquella figura felina en las afueras del café? - Pensaba intrigado- Los guepardos viven en África, y no en Santiago de Chile. Dejó flotar la visión y buscó con la mirada a la chiquilla. Estaba más lejos sentada en el mismo piso. El pasillo se había iluminado por la llegada de la bienvenida noche y los noctámbulos arribaron como cosacos del inframundo. Todos pálidos, ojeras gruesas y labios malditamente rojo; todos hombres y mujeres, en un androgenismo marcado.
Levantó la cabeza y en el fondo la muchacha todavía mantenía la mirada en su blanca cabeza. La invitó a venir. Ella le señalo si quería otro café. No, no quería otro café, sino hablarle e invitarla a un motel de mala clase, para meter por su culo puntiagudo su pichula llena de afrentas antiguas.
Ella llegó con el café irlandés. Ahora con más crema. La gente le empujó y un poco de la crema quedó como adornó en uno de sus pezones erectos por el aire frío que se colaba por la puerta cada vez que alguien entraba.
Le dio las gracias, entregándole una nota a escondida de todos. Temblaba como adolescente, empapando la espalda con su sudor ardiente. La mirada se clavó en su trasero y creyó ver una serpiente salir por debajo de su cortísima falda. No sabía lo que le pasaba. Tomó un poco más de café para despejarse, quizás se estaba quedando dormido. Ya no estaba acostumbrado a la conquista. Y las poluciones nocturnas lo habían abandonado hace muchos años. Las pajas eran agotadoras y tenía miedo de meter la pichula en putas que resultaban ser putos con tetas. Sin embargo, hoy era distinto. Aquella hembra púber le despertó aquel león dormido por casi dos décadas.
La muchacha en el fondo desdobló la nota y la leyó. Su pelo había cambiado. Era azul eléctrico. Se percató que los demás comensales eran ilustres muertos y otros seres irreales que sólo existían en las historias fantásticas que a veces leía. Se agitó en demasía. Llamó a la muchacha pidiendo la cuenta y se tomó el ultimo sorbo del segundo café irlandés.
La señorita comenzó el desfile desde la entrada. Parecía jamás llegar. Sus ojos clavados en los de él. Ella apretujada entre sanguijuelas que restregaban sus miembros pobretones en sus inmaculadas nalgas.
No pudo llegar hasta él, así que se levantó y fue a su encuentro. Pasó por aquella masa de carne en movimiento, que le tocó el trasero. Le metieron los dedos en su anciano y virgen ano. Se encolerizó, pero en medio de aquella orgía no sabía quien era quien. Le agarraron el paquete lacio por el enojo. Al final, en la puerta de salida, estaba ella con su abrigo. Por lo visto había aceptado la invitación y después de todo era el día del triunfo. El sexo más esperado antes de su muerte.
Al salir todo había cambiado. El cielo estaba estático. Había un televisor en el espacio sin sintonía, sin transmitir nada. Luego frases completas comenzaron a ser escritas en la pantalla. Era Dios: no lo hagas, no vayas, no lo intentes, no se te parará.
Los edificios se difumaron y estaba sólo con ella, en medio de montañas de sal. Sombras de hombres formando un circulo. Todos sin rostro, ninguna identidad. Eran palafitos humanos parados en un mar de arena. Juzgadores y voyeristas.
Los monstruos surgieron de la nada. Los rostros se metamorfoseaban sin cesar. En un momento eran mandriles de dientes horrendos y en otras un vampiro gélido. Agarró fuerte el brazo de la muchacha, casi estrangulándoselo. Ella lo llevó a un callejón sin salida.
Todo estaba en las penumbras. Sólo sentía las manos heladas de ella. No lo estaba acariciando, como en un principio pensó. Lo estaba registrando. No podía gritar. Comenzó a quedar inmóvil. Los pies se le aflojaron. El brazo izquierdo mandó la señal y su rostro se transfiguró en uno doloroso, con ganas de agarrar aquella puta maldita.
Ella sacó la billetera. Se la mostró, burlándose de su debilidad. Sacó las fotos de cada uno de sus hijos y las quemó. La de su esposa la usó para limpiarse el culo y se la hizo comer.
Levantó el taco del zapato y lo lanzó directo en el pecho.
Lo meó y lo escupió. Dejándolo tirado como ropa roída y desechada. El corazón no pudo más y se detuvo en ese momento. Expiró y dejó caer la taza en el plato. El ruido seco y agudo del cristal rompiéndose. Todos angustiados fueron en ayuda del viejito, que súbitamente había dejado de existir en aquel tranquilo café de la Plaza Brasil.
La muchacha que lo había atendido llegó de las primeras. Le sostuvo la mano. Él la observó fijamente, escrutando la maldad en su interior. Entonces agarró con fuerza la mano de la mesera, acercó su cara lo más cerca al oído de la muchacha y dijo: ¡MUERE PUTA!
FIN.
PD: no sé si ya puse esto...