martes, noviembre 11, 2008

Solía aguardar en las callejuelas estrechas del mercado central, con su pelo raído en un moño portentoso, que a duras penas se equilibraba con la jardinería de flores que lo decoraban. Cada noche, cuando mi relajo veraniego se restringía a pasear por el casco antiguo de Santiago, ella esperaba silenciosa que me le acercara lo suficiente para lazarme la oferta de una bisabuela puta, que sólo deseaba jubilar. Yo me dignaba con una negativa respetuosa, del tipo: “esta noche no mi bella señora” y seguía mis pasos taciturnos con los brazos enroscados por detrás y la cabeza gacha de quien quiere encontrar alhajas perdidas y monedas caídas.
Una noche, de aquellas de parranda en la piojera, me pilló con la copas de más. El terremoto se había enquistado en el bajo vientre, y mi sexo atosigado reclamaba por los tiempos pasados. Fue el despertar de un ente casi exangüe, que se había dormido rezando plegarias de monje para esperar la guadaña, que lo llevaría de regreso a los brazos de su amada esposa.
Los años eternos de mi vida, ya me habían mostrado todo, y los tiempos postmodernos, no me dejaban vislumbrar las razones de tanta trifulca actual. No podía entender los piercing, ni los mechones coloreados, ni menos aquellas caras andróginas de una mezcla entre macho y hembra. Mis caminatas por el forestal me dejaban en una encrucijada entre el amor monótono de un hombre y una mujer, y aquellos que habían surgido o inventado las nueves huestes de humanos jóvenes. Dos hombres besándose, dos mujeres abrazadas y un borracho enamorado de su perro. Aunque no podía entrever las razones, al menos me quedaba la moraleja aquella, de que en el amor no hay nada escrito. No obstante, para mis neuronas arrugadas, los límites actuales eran un asalto incomprensible y el intento de ligar entendimientos las dejaba apagadas, una a una todos los días.
Mis tertulias en la piojera eran la única escapada al pasado. Ahí podía encontrar aquellos congéneres anacrónicos. Se jugaba al cacho con un buen arrollado huaso y pebre ardiente, que despertaba hasta al más anciano de todos. Aquello se habían convertido en mi entretención, mientras esperaba paciente la sentencia, el purgatorio y quizás el pasaje a ese cielo, del cual no estaba seguro, si iba o no a ser admitido.
Aquella noche mis pasos torpes le dieron a Guadalupe el valor final para acorralarme con sus sensuales curva ajadas. De un tirón me encuadró entre la pared y sus dos tetas portentosas. Su olor a pachulí invadió mi rústico, pero no muerto órgano vómero nasal y por arte de magia el hombre joven de antaño se poseyó de mis huesos ahuecados, de mis músculos atrofiados y mi verga marchita.
Me indicó su departamento, en el sexto piso de un antiguo edificio, que daba de frente a la iglesia de los sacramentinos, donde por centurias se decía que las guaguas de monjas descansaban en sus calabozos. Y la seguí más por curiosidad, que por gusto. Ella tomada de mi brazo como una esposa feliz de haber llegado a tan avanzada edad junto al hombre que amó toda su vida.
Su departamento presentaba aquellas decoraciones, que de tan antiguas estaban de nuevo dentro de lo más sofisticado de los mercados capitalistas actuales. Su sillón de terciopelo rosado emanaba el aroma a alcanfor, que usábamos en antaño para espantar a las polillas y las cortinas burdeos pesadas y andrajosas semejaban el telón del teatro municipal durante el régimen militar. Los cuadros mostraban a una mujer guapísima, una doncella de cabellos azabaches y ojos de andaluza, que hubieran vuelto loco a cualquier transeúnte bobalicón. Al mirar de nuevo la cara de Guadalupe, me percaté que sus ojos aún mantenían ese aire moro, esa altivez de musulmana botada en tierras equivocadas.
Me contó que había nacido en Córdoba y que a los cuatro años su padre un marino marroquí se la había traído a Chile, ya que su madre había muerto y sus únicos parientes se encontraban perdidos en el culo del mundo, ya que como bien se explicó, los Chilenos estamos donde ya nadie cree que hay nada, sólo rocas y un mar encabritado, que lo quiere romper todo.
Mis años de abogacía, me habían adiestrado en el arte de escuchar, así que no tuve el más mínimo problema en ponerme cómodo junto a una copa de Carménère, que Guadalupe escanció con un ritual de japonesa.
Su barco había encallado en Valparaíso. Un puerto maravilloso donde las casas literalmente se aferraban a los cerros temiendo ser devoradas y arrastradas por la corriente de Humboldt. Y ella aún con su velo musulmán que sólo dejaba a la vista sus ojos juguetones y misteriosos.
Por treinta años el puerto más bello del Pacífico se transformó en su casa. Allá entre las calles enmarañadas del cerro alegre su morada incrustada tenía la vista perdida en el pacífico, atisbando el devenir de tanto trasatlántico y marino, los cuales viles sembraban sus orígenes en una población hermosa y alegre.
De sus labios brotaban los recuerdos de regenta en un burdel donde se pasaba de cueca brava a bolero, para rematar en tangos lánguidos y fogosos, que animaba a arrimarse y acariciarse por unos escudos nacionales.
La noche fue larga y juguetona. De las historias pasamos a las caricias epopéyicas de dos viejos tecles, que hacen malabares para amarse en una pantomima de los que fueron sus años mozos. Sus senos fecundos y mi culo inexistente proferían desde las entrañas una energía retardada que no lograba prender. Nos reíamos al tratar de hacer aquellas piruetas sadomaso, que algún día quizás ensayamos con real maestría. Los entremeses del placer eran aún más divinos, y nuestras manos arrugadas surcaban los cuerpos cartografiados de los años. Nos buscábamos los secretos, las cicatrices de los malos tiempos, mas sólo atisbábamos esa mirada de quién se sabe acompañado.
Hicimos el amor por largas horas, hasta que el trinar de los pájaros descorrió el maquillaje de Guadalupe y mi eyaculación que se daba por vencida retozando en algún lugar del epidídimo. Nos arrimamos en el sofá frente a la terraza y desnudos contemplamos el despertar del mercado y su olor a selva marina. El hambre nos invadió e invité a la Guadalupe a servirnos un mariscal revividor, quizás así lograríamos terminar nuestra tertulia de amores seniles.
Desde aquella noche nuestros encuentros se sumaron a mi quehacer de jubilado estatal. La Lupe me acompaña al cementerio y juntos del gancho recorremos a nuestros seres queridos, con la única certeza de que algún día estaremos ahí. Por eso la Lupe siempre me pregunta todos los días antes de acostarnos: ¿Quieres que ver el baile del vientre? Y yo riendo acceso contemplando como aún ese cuerpo ajado se contorsiona y despierta en mí los deseos más desenfrenados, que un anciano como yo pudiese imaginar.


 
posted by Vicente Moran at 10:32 p. m.
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